Quinientos brazos esculpidos en cemento blanco se alzan a la entrada del puente, desde un pozo sin fondo, creando una desconsoladora imagen de sufrimiento, de angustia. En algunas manos, calaveras de otros hombres. En otras, pozales de barro que albergarían las miserias humanas. Custodiando el puente que da acceso al santuario, dos níveos guardias esperan al visitante con las armas en alto y un dedo acusatorio tendido hacia éste, para que se sienta pequeño, culpable, pecador. Este es el particular efecto que el artista desea que se produzca.
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