Estas tres palabras constituyen el escueto telegrama que el seleccionador italiano de fútbol recibió horas antes de la final del mundial de 1938. Su remitente, Benito Mussolini, veía en la selección de fútbol Ia única esperanza para demostrar la superioridad de las potencias del eje. Los jugadores saltaron al campo sin ser conscientes de que su fracaso se pagaría con el precio más alto posible: la muerte.
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