¿Sabían ustedes que hace ya mil años las noticias enviadas desde Soria eran ofrecidas a palacio, en la misma Córdoba, en apenas par de horas?
Postas de señales vertebraban todo el territorio califal dibujando una eficaz y bien canalizada red de información cuyos nudos eran torres y castillos, ciudadelas, minaretes y atalayas, todos provistos de su altura y espejero, visibles y vigilantes cada cual de su próximo relumbre en ambas direcciones de la cuerda, una más de las que convergían señales hacia el núcleo andalusí.
Gente prevenida como ellos no tardó en reparar que su finca andalusí quedaba en el solar de la vieja Turdetania, país en torno al Betis milenio y pico antes y regio donde torres y espejeros ya oficiaban el servicio de "correos" cuando Aníbal. Así pronto no dudaron en que fuera conveniente restaurar las arrumbadas e ingeniosas hannibalis turres, antiguos ingenios militares celebrados por los clásicos.
Pues aún veremos cómo antes que ellos el propio Aníbal reparó a su vez en aquella antigua práctica del «pásalo», entonces descuidada por las tierras de los descendientes de Tartessos, de modo que este príncipe cartaginés aplicó al oficio su eficacia reparando o levantando torres y atalayas y extendiendo su control a nuevos territorios. Esto es, Aníbal no sería más que el impulsor de las entonces decadentes "brigadas del espejo", porque indagando en estas postas al servicio de Cartago descubrimos que las mismas militaron por la zona cinco siglos antes ya de Aníbal (y 17 antes de Almanzor), cuando aquella zona experimentó un fenómeno imprevisto e impensable por entonces ―desde el mismo calcolítico aquello no pasaba―, un fenómeno relativo a nuestro asunto del espejo: la ocupación agrícola de las campiñas.
¡Cosa de locos. gentes apostando sus poblados en el llano y sin defensas! Pues sí, tal hicieron éstos, los tartessios, que allí colonizaron campos, roturaron parcelas y formaron poblados. Es obvio que un período tan temprano y en paz ya nos habla de cierta autoridad ejerciendo un sólido control del territorio, y así parece que aquellos indefensos campesinos de llanura se acogieron confiados al resguardo de un control visual por sus núcleos de tutela, asentamientos hegemónicos, ciudades fuertes y elevadas que ejercían su control sobre los campos… ¡disponiendo torres de señales a cargo de espejeros! Obulco, Itucci, oppidum de Villargordo… ciudades subsidiarias a su vez de aquel señor más fuerte (según otros más santo) que ejercía superior jurisdicción desde ―bendito sea el lugar donde se guarde― la mismísima Tartessos.
Así bajando bajando ya vemos que esta práctica del «teledestello» pudo aquilatar también aquellos territorios en un remoto hogaño del siglo VII a.C. Y no sería de extrañar pues de galgo le venía aquello al próspero tartessio, cosa de terca e inveterada tradición. Pues sí, no en vano sus antepasados, los curetes, aquellos montaraces pobladores del tartessiorum saltus, grupos ganaderos de inestable paradero, gentes que ocupaban las alturas ejerciendo autoridad sobre pastos, pasos y caminos, ya gastaban muuucho tiempo recostados observando a su ganado y esperando ver pasar a gentes transeúntes a quienes quedar agradecidos. «Esto para ti porque te respeto», dirían los transeúntes ofreciendo de lo suyo y esperando recibir también alguna cosa. Y sí, aquí también acudiremos ―como está cantado― al encuentro tópico de indios y educados, donde pieles, metales, esclavos y hembras les fueron ya sobrando a los curetes a medida que mordían manufacturas y bienes de prestigio procedentes tanto de su coetánea Cultura Atlántica del Bronce como del Mediterráneo.
Y a eso íbamos, a las manufacturas, ya que una de éstas de carácter principal, principalísimo, sin duda era el espejo. No lo diría de no integrar en muchos casos esta pieza la muy escasa nómina de imágenes que nos deja por legado aquella gente pretartessia en sus célebres «estelas del suroeste». Un catálogo de apenas medio centenar de estelas representando guerreros-pastores con espadas, escudos, carros, perros, fíbulas, hachas, lanzas… ¡y también espejos! Imágenes que dejaron los curetes consignando en sus estelas cuantos atributos nos mostraran el poder y las hazañas del guerrero señalado, reportando su panoplia bien cumplida; allí sus armas todas, aquel ciñó la espada, éste tuvo carro, el otro usó el escudo y además… ¡¿compró un espejo a su señora?!
¡No, por Dios, qué barbaridad! Y no es que no cupieran en aquellas tribus de la edad de bronce los guerreros presumidos, que cabían, y mucho, más sin duda que sus hembras; pero el verse y el mirarse no dan cartas suficientes para incluir ese elemento en la mismísima panoplia. ¡No en la panoplia! ¡A ese fin tan elevado un espejo de mirarse no daría la talla! Aunque sin duda la daría destapando su evidente condición de arma, tan solo así accedería este elemento a figurar en su epitafio, un arma que dispara avisos perentorios entre riscos, que depara con destellos alejados ventajas decisivas a unas tribus con cuadrillas apartadas.
Y de ahí presumimos al curete pueblo creador de aquellas antiguas "brigadas del espejo", elementos militares de defensa que algunos siglos después retomarían sus descendientes los tartessios, de quienes pasados otros cuantos siglos las habría de usar también el mismo Aníbal, y las que quedando luego allí olvidadas durante un milenio largo serían de nuevo rescatadas por el califato de Córdoba, así como decíamos al principio.