La vida tiene la siguiente curiosa circunstancia: el guerrero aniquila al sabio. Y es así por una pura cuestión de supervivencia, no cabe la posibilidad de subvertir ese orden. La sabiduría es un lujo que el contexto no siempre permite. Se da entre sociedades y dentro de cada sociedad. Pero cuidado porque si hay la suficiente distancia no hay que olvidar que también la guerra se vale de la sabiduría, y al revés.
De hecho, el arma es el conocimiento. De ahí proviene la dureza del acero que se impone al bronce.
Y de ahí su valor, es natural que tales restos escaseen en los registros arqueológicos igual que no abunda el dinero en el suelo de la calle. Y sigue siendo más fácil encontrar el más común dinero que una pieza reciclable de última tecnología.
La combinación del abuso y el desinterés por el conocimiento que reúnen las tendencias hedonistas no pueden tener por lo tanto serio recorrido. Pero sin duda existen. Y como ya se ha dicho es la búsqueda del placer, egoísta, la fuente de todos los males.
Porque es el egoísmo, en realidad. La búsqueda de conocimiento por sí misma, de forma aislada, carece de valor. La medida del desarrollo de una sociedad es la de su ética antes que la de su tecnología. La teoría de juegos de Nash demuestra que hay un desvío, dos opciones excluyentes entre sí: o la solución óptima para el individuo y la solución óptima para el conjunto. No se pueden andar ambos a la vez. Y, más grave aún, el segundo camino requiere un acto de confianza, de fe se diría, que implica una exposición, una vulnerabilidad manifiesta que cualquiera de las partes podría tratar de utilizar en beneficio propio.
Es una prueba. Un filtro. Curiosamente existe una dinámica análoga en las relaciones de pareja. Al final es un fractal. Sucede que el jugador egoísta desconoce que no puede mejorar la situación propia más allá de los beneficios que se obtienen en conjunto.
Y mientras los jugadores no sean capaces de acordar dicha estrategia estarán en realidad estancados.
Creyendo sibilinamente que unos medran por encima de otros. Y es incuestionable que se obtiene mayor resultado de la suma de dos elementos que de su resta. En el fondo es tan sencillo como eso.
Es el aparente yo el que se inclina por el a la postre aparente beneficio. El todo, el colectivo, el conjunto, sabemos bien qué es porque constituye su propio contexto, por lo que no se puede aislar de éste, pero ¿qué es el yo sin un contexto?
Sucede con demasiada frecuencia que lo que pensamos que va a ser la mayor satisfacción de nuestros deseos, nuestro anhelo, se convierte en nuestro peor quebradero de cabeza. Cuidado con lo que deseas. En el deseo reside la debilidad. Y tras ésta habitualmente la ruina. Es casi cómico.
A veces la consecución de nuestros objetivos es el mayor de los fracasos: descubrir, tras el esfuerzo, que estaban errados.
Pero las personas, los países, no hallan aún las herramientas para enajenarse de tal ilusión. Y donde uno pone una piedra, otro la quita y no queda piedra sobre piedra. Todo por un poder que no es tal. El objetivo correcto apenas requiere ser designado, emerge. Mucho menos depende de quien lo formule. El poder no se toma, se reconoce. Pero eso requiere entendimiento. De uno mismo y de su contexto. Y el entendimiento requiere comunicación, intercambio de información. Y desde el punto de vista del yo resulta irreconciliable porque es un punto de vista, no el punto de vista.
Qué mejor manera de perjudicar a alguien que exacerbar su individualismo. El daño se lo hará él solo. Pensando por supuesto que busca lo mejor para sí mismo. En busca de la técnica por encima de la ética. Y no sólo se dañará él si no también a los que le rodean. En primer lugar, limitando las posibilidades del conjunto en lo que se conoce como equilibrio de Nash. Eso es: condenados a vivir bajo la sombra de la amenaza de la traición. No es vida. Pero eso a veces sólo se aprecia desde el otro lado.
Los aliados, no sólo no tienen reparos en darse la espalda: defienden la del uno con la del otro.
¿Y quién es el enemigo? Pues naturalmente a quien no se le puede dar la espalda.
Y es fácil envenenar la confianza si no está bien asentada. Pero la traición sólo se puede dar ante ese poder que se reconoce en lugar de tomarse. Por medio de quien se exprese es poco más que una coyuntura, una peculiaridad. Estaría otro y diría lo mismo.
Cuando la serie de principios aquí descritos se comprende con certeza científica, lo cierto es que no queda alternativa. Del mismo modo que sobre las leyes y principios fundamentales que rigen el cosmos. La única lucha en realidad es la de la ignorancia contra el conocimiento. Y de las muchas ignorancias entre ellas. No tiene nadie que venir a imponer la razón entre la longitud de un círculo y su circunferencia: ya está impuesta. Se puede reconocer mejor, peor, o nada en absoluto.
El problema por lo tanto es que el poder no está, como tal vez creemos que nos gustaría, en el yo. Es el yo quien tiene miedo y con el miedo nos envenenan. Pero al final la opción es clara, lo cierto es que aunque no se perciba, la vida bajo el yugo del miedo no merece la pena. No hay por lo tanto pérdida posible en el acto de fe exigido. La traición, la sumisión al yo, el egoísmo es tan sólo la peor torpeza posible. Y el que desparece de la existencia con tal motivo debería hacerlo con alivio sabiendo bien lo que deja. Nunca ha habido alternativa, las posibilidades son una ilusión de la ignorancia, el resultado de un conocimiento incompleto. Y de una intuición embotada. Siempre han sido sólo uno el pecado y la penitencia.
Sucede que una de las muchas cosas que ignora el yo es lo que no es capaz de alcanzar. Y si la intuición no lo acompaña la cerrazón persiste. En realidad lo impensable y lo imposible está tan cerca como alzar la mirada. Aunque puede que de hecho algunos sigan viendo nada cuando están mirando al todo. Pero tarde o temprano, todo el mundo halla y es hallado. Nadie muere sin encontrar y nadie que encuentra muere.
Suelen preguntarse si existe vida después de la muerte. Por supuesto. La de todos los demás.
Suelen decir que la muerte forma parte de la vida. Por supuesto que no. Una empieza donde la otra termina. Pero la muerte nunca fue el problema. El dolor y el sufrimiento sí lo son.
Y siempre es por el yo: el otro y el uno. Eso que por separado no es nada. El karma es tan perverso como aquellos que lo rehuyen. Puede tardar tanto en llegar que pareciera que no va llegar nunca, pero llega y cobra su deuda. Y ni siquiera se molesta en deshacer la ignorancia de su presencia.
No hay avisos. Es uno mismo el que lo ha reclamado. Se recoge lo que se siembra y el tiempo de la cosecha se acerca. Y el que juzgue que me equivoco, que vea en la que considera la magnitud de mi error la del suyo.
Mientras los conspiradores urden sus estrategias, tirando de éste y aquel hilo, por otros hilos son movidos. Y es perverso tratar con perversión a los perversos. Pero no es el karma el que atiende a la ética, si no la ética la que atiende al karma. Y algún dios loco pareciera divertirse sancionando a varios como el único elegido y observando las disputas entre ellos para clarificar la cuestión.
Todos habla, gritan, pero a la razón no se la oye. Guarda silencio, paciente, hasta ser reconocida.
Tan fácil como soliviantar los ánimos de dos gigantes dormidos. ¿Cómo evitarlo, cuál es aquí el problema? Que no valga nada la palabra del que afirma “yo no he sido”.
Todas las estafas encuentran el punto de apoyo de su mecanismo en alguna debilidad del estafado: avaricia, egoísmo, algún beneficio espurio. Y es así como el que iba a engañar resulta engañado. Y el cazador es al final cazado. La mentira y el secreto no son al final ventaja alguna sino el talón de Aquiles.
Muchos piensa que aquellos que hablan de ética son pobres corderos desvalidos. Incautos, tal vez, que no saben en que mundo viven. En realidad es porque no conciben el defecto de su propia estrategia por el que serán fácilmente destruidos. Y mientras los gigantes pugnan, otros simplemente esperan. Y la razón y el karma esperan aún detrás de ellos en formas en que su imaginación no alcanza.
Pero estos principios no son exclusivos de las grandes estrategias de los grandes poderes. Y están muy bien medidos, desde lo más básico: el castigo de tirar papeles al suelo es que en el suelo haya papeles. Y nada de toda la complejidad emergente que se genera a través de las distintas interacciones empaña la elemental simplicidad del principio.
Y se intenta a través de mil subterfugios poner límites, separar las consecuencias de las conductas que las originan, al final siempre en vano. Y el problema es que el karma no avisa, si dijera “esto es por aquello”, no habría margen de duda. Pero en lugar de eso es más un “ya tendrías que saberlo”.
Un ejemplo un poco más complejo: el aire acondicionado enfría el aire de un recinto respecto al exterior generando más calor en el proceso. Es un efecto que se retroalimenta, el calor no va a desaparecer y todos tratamos de no ser el último de la fila, el que paga los platos rotos.
En términos individuales, es comprensible. Pero en realidad es un absurdo colectivo. Y hasta que la razón no venga a poner coto seguirá esa pintoresca huida hacia delante, sin otro rumbo posible que la catástrofe. Porque incluso los que se hayan refrigerados como en una nevera no comprenden que la calidad del aire no es la misma, el combustible de tales carreras hacia callejones sin salida siempre es la ignorancia y el egoísmo. En realidad son una sola cosa.
Y el mismo tipo de análisis se puede hacer de los conflictos del más alto nivel, los hombres y mujeres en realidad no cambian tanto desde que jugaban en el patio de un colegio. Lo único que sucede es que ellos y el contexto se hacen más grandes, más efectos se entrecruzan y se dificulta el trazado de sus causas pero los principios subyacentes siguen siendo eminentemente simples.
No es una deducción compleja. Lo que sí que requiere es honestidad. Pero uno piensa que tal vez pueda sacar alguna ventaja y él solo se pinta la diana del implacable karma. No hay más.
Bueno sí, hay un efecto colateral. Las penalidades no las sufre sólo el deudor, a veces ni siquiera las sufre en primera instancia y eso constituye la motivación principal. Pero todo llega. Y la clemencia está en la misma ignorancia, en no decirte por qué te la está cobrando. Algo perverso hay también en eso. Todo se paga con la misma moneda.
Si el tres en raya no es un juego, el ajedrez tampoco. La única diferencia es que su complejidad hace más difícil advertirlo. Y sí, la complejidad sin duda induce errores. Pero a partir de cierto nivel sólo hay un resultado posible: tablas. No es un juego, es una pérdida de tiempo.
Quien entiende por completo el tres en raya, deja de querer jugar al tres en raya.
Quien entiende por completo el ajedrez, deja de querer jugar al ajedrez.
Quien entiende por completo el karma, deja de querer salir ganando.
Quien entiende por completo donde el poder reside, entiende que no puede tomarlo.
La razón, es.