Durante el primer siglo de nuestra era, en el oriente del Imperio romano, un hombre atractivo, con barba y pelo largo que solía vestirse con una túnica de lino, atraía a multitudes allá a donde iba. Algunos se le acercaban pues sabían de su milagroso nacimiento, o porque su carisma invitaba a escuchar sus enseñanzas: los instaba a vivir por lo espiritual, no lo material. Además, sanaba a los enfermos, exorcizaba demonios y hasta resucitaba muertos. Sus discípulos estaban convencidos de que era divino. Pero también tuvo enemigos.
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