Hace dos días Paulo Roberto Braga, un brasileño de 68 años, entró en una oficina del banco Itaú de Río de Janeiro acompañado por su sobrina Érika para retirar un préstamo de 17.000 reales, 3.000 euros al cambio. Hasta ahí nada raro. El hombre no pasaba por su mejor momento, había sufrido hacía poco una grave neumonía y se desplazaba en una silla de ruedas empujada por Érika. El problema, como no tardó en comprobar el personal de la sucursal bancaria, es que nada en esa escena era lo que parecía. Paulo era un cadáver.
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