Sus ojos verdes llevan un año contemplando las peores escenas de la destrucción en Gaza. El estruendo de las bombas se ha impuesto como la banda sonora de una rutina en la que no caben las carcajadas de los niños. Ya no recuerda el olor a incienso, tan habitual en las bulliciosas calles de su ciudad, el de la muerte lo ha sustituido para siempre. Las tripas le rugen a menudo para recordarle que tiene hambre.
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