Durante años, esta sencilla estrofa se repitió con ritmo burlesco por las calles y esquinas de Laredo. Recogía los anhelos de un pueblo pesquero de Cantabria por un puerto donde sus barcos dejasen de encallar; donde el bonito y los bocartes pudiesen llegar a la lonja y los marineros a sus casas sin quedarse atrapados en la arena. Y entonces llegó Miguel Ángel Revilla, y lo hizo.
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