Como si una legión de zombis se tratara, los turistas saltan vallas, peregrinan hasta abarrotadas calas “secretas” (donde, si toca, se llevan guijarros o arena como recuerdo), caminan por calles ya abarrotadas, se apiñan en bares típicos o pagan precios astronómicos para alojarse, aunque sea de manera ilegal, en los centros de las ciudades. Nada detiene a esta nueva masa viajera, cada vez más polémica y antipática.
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