Ayer mi hija me preguntó, “¿De dónde viene la fuerza de la gravedad?” Tiene dos años y medio. Yo le podría haber contestado de muchas maneras sobre este tema –la mayoría de ellas les sería imposible entenderlas- pero la respuesta más profunda y honesta es “No lo sé”.
Podría haberle dicho, “La fuerza de la gravedad viene de dios”. Eso lo único que conseguiría sería callar su inteligencia –y enseñarle a ella a callarla-. También podría haberle contestado, “La fuerza de la gravedad es la manera que tiene dios de arrastrar a la gente al infierno para que ardan en el fuego eterno. Y tú arderás para siempre si dudas de que dios exista” Ningún cristiano o musulmán podría criticarme por decir una cosa así –o algo moralmente equivalente- y sin embargo, una respuesta así sería un abuso emocional e intelectual sobre un niño. De hecho, yo mismo he escuchado testimonios de miles de personas que fueron oprimidas de esta manera por el fanatismo y la ignorancia de sus padres desde el momento en el que comenzaron a utilizar su razón.
Ya han pasado casi veinte años desde que sentimos una brutal sacudida en la historia –cuando el segundo avión se estrelló contra la Torre Sur del World Trade Center-. En ese preciso instante nos dimos cuenta de que algo iba realmente mal en nuestro mundo; y no porque la vida es injusta, o el progreso moral es imposible, sino porque habíamos fallado, generación tras generación, habíamos fallado en el proyecto de superar las supersticiones y alucinaciones de nuestros ignorantes ancestros.
¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Cuál es nuestra misión en la Tierra? Estas son algunas de las grandes falacias que propone la religión. El ser humano no necesita responder estas cuestiones –primero, porque están mal planteadas- ya que podemos vivir plenamente nuestras vidas sin esas respuestas. Deberíamos esforzarnos en crear las condiciones para que las personas sean felices en esta vida –la única vida de la que podemos estar totalmente seguros de su existencia-. Lo que significa que no debemos aterrorizar a nuestros niños con pensamientos sobre el infierno, o emponzoñar sus mentes con el odio hacia los infieles. Deberíamos enseñar a nuestros hijos a NO considerar a las mujeres como una propiedad, y convencer a nuestras hijas que ellas no son, ni NUNCA serán, la propiedad de nadie. Debemos erradicar completamente la costumbre de decirles a nuestros niños que la historia de la humanidad comenzó mágicamente y terminará mágicamente –quizá demasiado rápido- en una batalla entre los buenos y el resto. Uno tiene que ser muy devoto de su religión para dañar a los jóvenes tan drásticamente –trastornarlos con el miedo, el fanatismo y la superstición cuando sus mentes aún se están formando-. Y el problema es que si uno es un verdadero Cristiano, Musulmán o Judío, va a acabar haciendo esto de alguna u otra manera.
Estos comportamientos aberrantes contra la razón y la compasión no representan la totalidad de la religión, por supuesto, pero se encuentran en su núcleo. En cuanto al resto de cosas buenas que abarca su práctica –caridad, altruismo, comunidad, educación, rituales, vida contemplativa- no necesitamos recurrir a ninguna fe para llevarlos a cabo. Y la insistencia en que debemos alistarnos en alguna religión para ejercer estas virtudes es uno de los bulos más dañinos de la religión.
La gente de fe recula y se pone a la defensiva ante este tipo de observaciones. Defienden a capa y espada todo el bien que se ha hecho en el nombre de dios, y que los millones de hombres y mujeres que son devotos, incluso dentro de las sociedades musulmanas conservadoras, no hacen daño a nadie. E insisten una y otra vez que todo el mundo, esté dónde esté situado dentro del espectro que abarca la fe y la incredulidad, comete alguna atrocidad de vez en cuando. Todo esto es cierto, por supuesto, y totalmente irrelevante. Los huertos de la fe están rodeados por un bosque de incongruencias.
Teniendo en cuenta que cualquier cosa puede ser mala en nuestro mundo, también sigue siendo un hecho que algunos de los casos más terribles de los conflictos y la estupidez humanos serían impensable sin la religión. Y las ideologías que inspiraron a la gente a comportarse como monstruos -el estalinismo, el fascismo, el nazismo,…- son peligrosos, precisamente, porque se asemejan a las religiones en su funcionamiento. El sacrificio por el Líder Supremo que caracteriza a estos movimientos es, además de secular, un acto de conformidad, culto y adoración –como en la religión-. Cada vez que la obsesión humana es canalizada de esta manera, podemos adivinar el antiguo escenario en el que se construyó cualquier religión. Es cuando predomina la ignorancia, el miedo y el deseo enfermizo de orden, cuando se acaban creando dioses. Y es la ignorancia, el miedo, y el deseo de poder lo que nos mantiene junto a ellos.
Lo que los defensores de la religión nunca podrán afirmar es que alguien hubiese perdido los estribos, o que una sociedad se colapsase, debido a que la gente se volvió demasiado razonable, honesta, intelectual o escéptica. Esta actitud, nacida de la atención y curiosidad a partes iguales, es todo lo que los "ateos" recomiendan: y es un rasgo típico de casi todas las actividades intelectuales -menos de la teología-. Aquel que piense que en el nombre de dios se recogen los frutos de la inteligencia humana, no puede estar más equivocado, lo único que está haciendo es enterrarlos.
Casi veinte años han pasado desde que un grupo de hombres bien educados y de clase media, decidieran destruirse a sí mismos, junto con tres mil inocentes, para ganar la entrada a un paraíso imaginario. Este problema siempre ha sido más profundo que la amenaza del terrorismo; y lamentablemente nuestra interminable "guerra contra el terror" no es una respuesta al mismo. Sí, tenemos que destruir a Al Qaeda, pero la humanidad tiene un proyecto mucho más grande: convertirse en razonable. Si el 11 de septiembre 2001, debiera habernos enseñado algo, es que debemos encontrar consuelo honesto en nuestra capacidad para amar, en nuestra creatividad y en nuestra comprensión. Esto es posible, y también muy necesario, porque las alternativas acarrean lamentables consecuencias.