Un hombre que se hacía llamar a sí mismo “El Todopoderoso”, avanzaba con un gran ejercito destrozando y conquistando todas las ciudades que encontraba a su paso.
Cuando llegaba a una nueva población, no tenía piedad y derrumbaba las casas, haciendo huir a sus habitantes y robando todo lo valioso.
Pero un día llegó a una pequeña aldea en la que solo encontró a diez monjes meditando al aire libre. Lo extraño es que ninguno de ellos huyó, todos permanecieron en silencio observando cómo aquellos hombres derruían sus pequeñas casas.
“El Todopoderoso”, al darse cuenta de que su ejército no asustaba a los monjes, se dirigió al que parecía el líder.
-¡Insensato! -le gritó- ¿Qué haces aún aquí?¿No ves que tengo el poder de hacer con vosotros lo que quiera? ¿Por qué no huís?
-En realidad no veo nada en ti que te haga tan poderoso -contestó el monje.
-¡Esa insolencia te va a costar la vida! ¡Ahora verás lo poderoso que soy! -contestó el guerrero mientras desenvainaba su espada.
-De acuerdo, pero déjame pedirte una última cosa antes de que acabes con mi vida.
-¡Dime!
-¿Podrías darme una de las ramas de este árbol que me hace sombra?
El guerrero alzó su espada y, de un golpe, rompió una de las ramas. Esta cayó al suelo, justo al lado del monje.
-Ahí la tienes, ¿algo más?
-Bueno sí, una última cosa, ¿podrías dejar la rama en el mismo lugar en el que estaba?
-¿Qué? -contestó riendo el general- ¡Te has vuelto loco, eso es imposible!
-Ah, entonces no eres tan poderoso. Lo que tú haces: destrozar, eso lo puede hacer cualquiera, incluso un niño pequeño sabe destrozar las cosas, en cambio para poder crear algo hay que tener mucho poder.
Cuento Zen