Lo hacía con ese masculino rotundo y ya entonces innecesario (el Diccionario admitía desde mucho antes el femenino académica), pero que seguramente no llamó la atención en un país en el que las mujeres, que ya empezaban a ocupar mayores parcelas en el mundo profesional, eran abogados, arquitectos o, en contadas ocasiones, jefes, al mismo tiempo que, sin problema lingüístico alguno, trabajaban como asistentas, enfermeras o maestras. Una España a la que le faltaban aún tres años para que el femenino ministra recuperase su sentido.
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