Deslumbra la imagen del escalador contra el cielo azul, aprisionado entre la roca y la luz. Recorre una arista, introduciendo las manos en una grieta, apurando el más mínimo resquicio de rugosidad, la más mínima contorsión del granito para agarrarse. Da vértigo escribirlo. Viéndolo ahí, asido a la realidad apenas por la yema de los dedos, uno se aferra como puede a la roca de la página, también resbaladiza, también al límite. Théophile Gautier creía que Dios nos hablaba en la superficie pura, pulcra, granítica de las moles castellanas.
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