Los investigadores dicen que los humanos pueden haber apoyado la punta de sus lanzas puntiagudas contra el suelo y haber inclinado el arma hacia arriba de una manera que empalaría a un animal que cargaba. La fuerza habría clavado la lanza más profundamente en el cuerpo del depredador, desatando un golpe más dañino del que incluso los cazadores prehistóricos más fuertes habrían sido capaces de dar por sí solos.
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