El dolor se empezó a trabajar experimentalmente desde modelos estrictamente médicos, que coincidían en conceptualizarlo como una sensación específica experimentada ante la presencia de estímulos nocivos, siempre resultado de un daño en el tejido, y cuya intensidad era directamente proporcional a la cuantía de la lesión (Wolff, 1986). Sin embargo, a mediados del siglo pasado un buen número de investigadores y clínicos comenzaron a darse cuenta de que esta forma de entender el dolor no explicaba muchas situaciones.
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