María Luisa no aguantaba más. Quizás ya llevaba tiempo hundida, puede que por problemas económicos o familiares, nunca lo sabremos. Seguramente el ambiente tan enrarecido que se respiraba durante los primeros días del confinamiento en marzo fue la gota que colmó el vaso. Y sin despedirse de sus hijos saltó por la ventana desde la onceava planta mientras los gorriones empezaban a emitir sus desafinados cánticos.
Federico salió por la puerta rápidamente sin decir ni adiós y casi tropezó con una mujer que llegaba con las bolsas de la compra. Se le veía cabreado. Jacinto, el conserje, le había dicho que en los quince años que llevaba allí trabajando no se había perdido ningún paquete, y que si ahora se había perdido el suyo le daba igual. "Le da igual"... Pero, ¿cómo tiene tanta cara este tío?, pensó. Me había costado cinco euros, pero no es por el dinero, lo que me jode es que lo perdáis, dijo antes de largarse de la conserjería, obteniendo por respuesta el silencio de Jacinto, que evitó mirarle a la cara.
Cuando Jacinto llegó al trabajo esa mañana se encontró en la entrada de la urbanización con la chica de la limpieza que lloraba aterrorizada, y balbuceando señalaba un bulto en el suelo a unos cincuenta metros. Se acercó para ver lo que era, intuyendo la tragedia, y cuando estuvo cerca reconoció el rostro desfigurado de María Luisa. Resopló sin separar los labios, y pensó... Este va a ser, posiblemente, el peor lunes de mi vida.