Nube Larga se colocó el penacho de plumas, contempló ante el espejo sus pinturas de guerra y se dirigió a su caballo. Sabía que el director y todo el equipo esperaba sólo por él para dar comienzo al rodaje de la batalla, de la pantomima de batalla contra el hombre blanco, pero no tenía prisa.
Que esperasen. Por una vez, que esperasen.
Con la que estaba apunto de rodar, Nube Larga había participado ya en casi una treintena de derrotas contra la caballería Michigan.
Echó un vistazo a sus hombres y se encontró con un montón de sudamericanos, mulatos, varios indonesios y hasta algún hombre blanco. Él al menos era un verdadero piel roja, un residuo del extinto pueblo cherokee.
Pasó ante el director y las cámaras sin mirarlos, como si fueran arbustos, y se colocó en su puesto sin hacer caso a los gruñidos que afeaban su retraso.
Allí estaba, con el penacho de sus antepasados y las pinturas de sus mayores, listo para una farsa. Miró la llanura, suya por derecho propio, por ley de sangre, y en todas partes encontró cicatrices de su derrota.
Se había engañado a sí mismo diciendo que ese era el único amino para que los suyos no se hundiesen en el olvido, pero sabía en el fondo de su alma que estaba vendiendo también su memoria. Primero las tierras, luego el orgullo, por último la memoria. Si hubiera alguno, tal vez un hijo suyo vendería el cementerio.
Pero no había cementerios.
Sólo vergüenza y rabia, rencor e impotencia en los ojos de un hombre perteneciente a un pueblo que no supo defender lo suyo. Que no pudo.
Era una película de indios y Nube larga, un jefe indio, hacía de jefe indio.
Buen papel.
¿Pero hay mayor desgracia que convertir una persona en personaje?, ¿hay peor vergüenza que transformar en folclore las raíces?, ¿hay miseria más baja que convertir en espectáculo la historia de la propia destrucción?
Sí. La hay: hacerlo ante el mundo entero y cobrando.
Sólo el hombre blanco podía haber inventado el cine, capaz de empujar tan hondo a su pueblo en el pozo de la desgracia.
Pocos indios sonríen en las películas. Ya sabéis la causa.