El juez Josep Vidal recibió un caso complicado el 10 de mayo de 1937. Habían aparecido varios cadáveres no identificados en un viñedo de las afueras de Barcelona y él, con sólo 30 años, era el elegido para investigarlo. Aquella misma tarde llegó a Cerdanyola con tres agentes y el médico forense. No iba a ser nada fácil. Apuntó en su libreta que había “doce cadáveres, con las caras muy sucias, y empezando a descomponerse, presentando, al parecer, signos externos de violencia“.
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