Habían pasado unos segundos desde que una bomba abrió el techo de uno de los vagones de Téllez. Y José A. Garrido, que vio morir en el acto a muchos pasajeros, ya estaba ahí. Como él, decenas de viajeros de los trenes que resultaron heridos se quedaron allí, ayudando a sobrevivir a los que estaban más graves, en la espera interminable a que llegasen los servicios de emergencia. Después, José volvió a ofrecerse voluntario para destinos de riesgo, pese a las secuelas del atentado. Lo destinaron a Libano, donde murieron 6 de sus compañeros.
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