Cualquier ser humano con dos dedos de frente percibe lo tremendamente vulnerables que somos, lo exiguo de nuestra existencia y lo rápido que puede terminar por cualquier accidente o enfermedad. Esto es común a cualquier persona, y podría llevarnos a relativizar la seriedad de nuestra vida y del mundo en general. Pero llevamos en nuestros genes un instinto de supervivencia (muy conectado al miedo hacia el sufrimiento físico) que, unido a la idea de que este mundo es lo único que conocemos y no sabemos si habrá algo más allá, nos lleva a preocuparnos bastante de nuestro bienestar material y, en el caso de la gente más noble, del de los demás.
Dentro de las estrategias de supervivencia y minimización del dolor innecesario, está la de marcarnos unas obligaciones y despreocuparnos de todo lo que pueda pasar siempre que las cumplamos. Mi deber se ciñe a trabajar X horas al día y con eso ya realizo mi contribución con el mundo, por lo que si alguien me pide ayuda fuera de ese intervalo o encuentro una situación que podría mejorar con mi esfuerzo, tengo todo el derecho a despreocuparme de ellas, pues para seguir realizando mi contribución a que todo funcione necesito mis sagrados periodos de descanso.
Lo mismo sucede en el ámbito sentimental. Querer de verdad a una persona implica abrirte a infinidad de hipotéticas situaciones de sufrimiento, que abarcarán desde que pueda enfermar al hecho de que pueda dejar de quererte o serte infiel. Por eso muchos, en el fondo, intentan no apegarse excesivamente a nadie, y rehuyen las relaciones donde puedan intuirse malos momentos futuros.
Más o menos yo suelo seguir ambas estrategias, principalmente porque soy consciente de mi fragilidad. Muchas veces me siento como una gota de agua en el mar, rodeado de situaciones que me superan y podrían engullirme si se desarrollasen en un determinado sentido. Por eso intento minimizar esas situaciones y construirme una coraza que me proteja de los golpes aunque me prive bastante de la capacidad de sentir el tacto de las cosas o la caricia de la brisa.
Una vez conocí a una chica que me hizo cuestionarme estos criterios. Tenía un trabajo del montón, pero inteligencia y creatividad para ganar millones. Era absolutamente preciosa, pero nunca se preocupaba de arreglarse (y eso, cuando tu belleza natural es alta, la potencia aún más si cabe, pues a nadie se le ocurre pintar de rojo una rosa). Tenía una sensibilidad tremenda y un excelente gusto artístico, pero solía estar triste. Amaba las cosas vivas, las playas y las montañas, era tan dulce como la sonrisa de un niño y tan clarividente como los ojos de un águila desde las alturas...pero (seguramente por todo ello) el mundo le había herido profundamente.
Cuando la conocí, me acordé de una frase de Tolkien en relación con las críticas a Frodo por haberse puesto el anillo en vez de tirarlo al monte del destino. Frodo había llegado más lejos de lo que ningún otro podría haber llegado, a pesar de que ese último acto pudiese sonar a derrota. Ella había hecho frente a mil situaciones traumáticas y, aunque herida, había llegado al punto donde la encontré.
Con ella aprendí lo que significa hablar sin máscaras, con un diálogo tan puro como el que mantienes con un niño que no sabe hablar al hacerle reír con gestos. Desee su compañía incluso en sus momentos más tristes. Aprendí lo que significaba la nobleza de no mentir nunca independientemente de la dureza del mensaje. Descubrí que intentar sacar a una mariposa de su capullo antes de que se abra por su propia naturaleza es nefasto y sólo provocará su muerte. Fui aún más consciente de mi debilidad y de lo fuerte que ella me hacía, impulsándome a descubrir nuevos caminos que, yendo solo, me parecían demasiado desapacibles. Recordé lo que era usar la mente para algo más que trabajar, pues antes de conocerla mi mente se estaba petrificando, ya que el cansancio de la jornada me llevaba a vegetar en mis ratos libres, en lugar de idear como hacía antaño. Y siempre tuve la certeza de que volvería a volar. Desee que lo hiciera aunque pudiese implicar que se separara de mí.
En ella observé la suprema valentía de quien comete la locura de andar por el mundo sin coraza y, precisamente por ello, puede romper la tuya sólo con su mirada. Cuando veía sus heridas, pensaba que sin saberlo ella estaba caminando hacia un horizonte que muy pocos alcanzan: volver tu piel lo suficientemente dura como para resistir un mundo tan hiriente y tan sensible como para seguir sintiendo el calor del sol y la caricia del viento. Y tengo la absoluta certeza de que lo conseguirá. Por el camino, me habrá enseñado a ser menos mezquino y cobarde. Y cuando alce el vuelo, si para entonces no he desarrollado mis alas, buscaré su luz, tan especial, entre las escasas estrellas del cielo que pueden verse desde el centro de una ciudad.