En todo caso, a esta altura, a Torrente se le puede criticar su fidelidad a sí mismo: sigue siendo xenófobo, racista, homofóbico (aunque sea fanático de las pajillas con amiguetes en el asiento delantero de su auto), retrógado, vil. En esta cuarta entrega, que no se impone fronteras morales ni de buen gusto, él se mueve en un territorio propicio: prostíbulos y cárceles de una España empobrecida, en crisis, más intolerante que nunca.
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