A finales de 1994, hace casi treinta años, una consola con un nombre que parecía fruto de la brainstorming más perezosa del mundo se estrenó en Japón. El cacharro era grisáceo y había sido facturado por una compañía que apenas tenía experiencia previa en videojuegos: Sony, los de las cintas de vídeo Betamax, los Walkmans y las teles Triniton. Una empresa japonesa cuya relación con el sector lúdico pixelado se limitaba a vender piezas a otras compañías para fabricar consolas. Y a poseer un equipo en California, llamado Sony Imagesoft, que...
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