Hubo un hombre que quiso comprar el mundo, se llamaba Jonathan Holden, era abogado en Nueva York y le iba bastante bien en la vida, aunque también era un tanto tacaño. Aparentemente decidió que algún día sería el dueño del mundo y para ello utilizaría su fortuna, su universidad, el interés compuesto y a sus descendientes, que serían los que de verdad controlarían el cotarro, puesto que el no llegaría a verlo, porque el plazo que se dio era de mucho tiempo, en concreto mil años.
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