En abril de 1993 murió el padre del rey emérito, un señor al que los telediarios llamaban "el conde de Barcelona, don Juan de Borbón" y la federación de baloncesto de Castilla y León dictaminó que había que guardar un minuto de silencio antes del partido del siguiente domingo "para conmemorar a uno de los principales responsables del retorno de la democracia en España", o algo parecido. Y cuando llegó el solemne momento, estalló el conflicto: mi compañero Iván le dijo a nuestro entrenador que no, que él no iba a guardar un minuto de silencio por un señor que, según su abuela le había contado, se había presentado vestido de requeté en Burgos en 1936 para ponerse al servicio del Generalísimo. El susodicho rechazó tan amable oferta y acto seguido procedió con sus cosas, entre las cuales se incluía el fusilamiento del abuelo de Iván, un ferroviario de Valladolid que había demostrado una cierta tendencia al mal timing afiliándose a la UGT unos meses antes de la sublevación, pero eso solo lo supe luego.
Un Borbón vestido de requeté carlista: la historia contemporánea de España es maravillosa.
A lo que voy: yo, que con 17 años era aun más melón que ahora, y ante el silencio confundido de nuestro entrenador (un señor al que dios no le había dado el don de la palabra y, si a eso vamos, ningún otro, puesto que perdimos 27 partidos de 31 aquel año sin que se dignase de pedir un solo tiempo muerto en toda la temporada) me lancé a defender la memoria del tal Don Juan con la autoridad moral que me daba haberme visto junto a mis padres los documentales de Victoria Prego sobre la Transición que regalaba en VHS un periódico de orden cualquiera. Iván me llamó "Flanders de mierda", yo me ofendí mucho y le dije que era un totalitario, el árbitro procedió a borrar a mi compañero de la planilla y, aparte de perder de 27, nos dejamos de hablar por un año entero.
La anécdota viene al caso porque, años después, descubrí que el rosáceo retrato que Victoria Prego nos había hecho sobre la figura de Juan de Borbón como un demócrata que ríase usted de Pericles y compañía era, por decirlo de una manera fina, optimista. El tipo había sido un oportunista político, torpe y grosero del que perdura en letras de mármol la descripción que el embajador británico hizo de él durante su exilio en Estoril: "para hablar con don Juan había que ir entre las 13 y las 15: antes estaba durmiendo la mona y después ya estaba borracho". Victoria, cómo nos pudiste hacer esto.
Pero digamos que la señora Prego no tuvo ese desliz solo con respecto al papá de nuestro Emérito: su narrativa de la Transición como el más portentoso proceso político acaecido en el mundo desde el inicio de los tiempos, con sus atrayentes protagonistas (una juiciosa clase política, un rey joven, valiente y generoso, un Adolfo Suarez inteligente y resolutivo, una clase empresarial responsable y ansiosa de sacrificarse por el bien común y, por supuesto, unos medios de comunicación de integridad marmórea), sobre la que cimentó su prestigio como periodista, se ha demostrado más cercana a la propaganda que a la divulgación histórica. Y ahí está nuestro error con Victoria: haber creído que su trabajo consistía en contarnos, de manera desapasionada la verdad cuando, en realidad -y como musa periodística de eso que se ha llamado Cultura de la Transición- su objetivo real ha sido el de servir con fidelidad perruna otros intereses distintos del bien público.
Y lo ha hecho con eficacia y coherencia: tiene mérito llevar en el oficio desde hace casi cinco décadas sin haber incomodado ni una sola vez a quienes mandan de verdad, sean estos -abro abanico a gusto del consumidor- las autoridades políticas, los dignos anunciantes de los medios que tanto se esfuerzan por garantizar la pluralidad informativa de nuestro país o los propietarios de periódicos y televisiones. No es una tarea fácil, ojo, porque eso obliga a realizar una serie de piruetas argumentativas que, en cualquier otro país, serían sonrojantes: tomemos como ejemplo clásico su columna de este lunes en El Independiente, en la que denuncia con firmeza y valentía la manera en la que el artero Pablo Iglesias (y, se infiere, la chusma que le sigue) ha montado una "campaña de propaganda" haciéndose las víctimas porque un grupúsculo de policías se ha excedido en su trabajo, excesos que -nos informa Victoria por si quedase alguna duda- se deben en todo caso a un amor por la patria tal vez algo inflamado pero que en ningún caso justifican las quejas de quienes, en último término, solo quieren traernos el caos y la destrucción.
Parecería una argumentación difícilmente superable, pero no: solo hay que hacer una breve búsqueda en esta santa casa que es Menéame para darse cuenta de la vocación democrática que caracteriza a la señora Prego, que lo mismo te defiende de la turbamulta a un fiscal anticorrupción al que han pillado con un chiringuito en Panamá que te aclara que eso del franquismo no fue para tanto, hombre ya, al tiempo que no duda en usar la Asociación de Prensa de Madrid para hacer frente a quienes linchan a los sufridos periodistas de medios tan acrisoladamente independientes como El Confidencial o, en el colmo del patriotismo constitucional, exige el estado de excepción en ciertos territorios.
"El insoportable victimismo de quienes aprovechan un pequeño incidente con un muro de hielo para hacer política de la más baja estofa contra alguien que defiende la democracia que nos dimos entre todos", Victoria Prego para El Independiente de Westeros.
La conclusión está clara: Victoria Prego no es que nos sorprenda porque haya cambiado su modo de entender el periodismo, sino que lo excepcional está en que le sigamos dando el crédito de suponer que ejerce la profesión periodística cuando hablamos de una persona que, si hubiese sido estadounidense, habría defendido a muerte a Nixon con críticas al afán de protagonismo de Woodward y Bernstein por cubrir el escándalo del Watergate. Cosas del periodismo made in Spain.