Me suele dar vergüenza confesar que El Péndulo de Foucault, de Umberto Eco, es uno de mis libros favoritos. Cuando surge el tema en una conversación, la reacción de mis interlocutores suele oscilar entre la incredulidad, el tedio o esa inconfundible mirada esquinada que, si pudieran subtitularse las miradas, se traduciría en “vaya, he ido a topar con un snob/pedante/gafapasta”. Pero a veces la reacción es otra: un brillo fugaz de reconocimiento y la leve sonrisa del que comprueba que no está loco, o al menos que hay método en su locura. Y (...)
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