El 25 de julio de 1492 -es decir, una semana antes de la salida de la expedición de Cristóbal Colón hacia “las Indias”-, el Papa Inocencio III cayó gravemente enfermo. Su vitalidad disminuía a gran velocidad y entró en un estado de letargo que hizo creer a sus cuidadores que estaba muerto. Un enigmático “médico judío” intentó salvar la vida del Pontífice “por todos los medios” y, tras practicar varias sangrías a Inocencio III, sugirió que se insuflara una “nueva fuente de juventud” a las venas del anciano.
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