Cuando los gobernantes de un país dan la espalda al pueblo para no dejarle ver qué se traen entre manos, el ciudadano está en su derecho, pero sobre todo en su deber de sospechar, de estar casi seguro de que no se trata de nada bueno para él. Y es en ese momento cuando se puede decir bien alto y bien claro, una vez más, que en ese país no hay democracia, que el poder no emana del pueblo, sino que emana, tal vez, contra el pueblo.
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