Quizá uno de los momentos más desconcertantes de los que vivió el asesinado Ernest Lluch en sus muchos viajes a Euskadi en los 80 y 90 fuera el de una tarde de charla en una casa del pueblo de la margen izquierda de la ría del Nervión. Por entonces ETA enviaba sin cesar personas al cementerio, y hacía poco que los GAL habían dejado un reguero de asesinatos en territorio francés sin grandes condenas, incluso algún sordo aplauso, a este lado de los Pirineos. El exministro de Sanidad llevaba un rato en aquel local socialista hablando de diálogo y
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