A los 19 años trabajaba como profesora. A las 8:00 am un tipo me agarró el culo en la calle. Pasaba un policía y lo detuve. El policía lo coge, lo sitúa frente a mí y le dice: “La señorita dice que usted le tocó el trasero. Todos ustedes los de la Pintana son iguales”. Le exige pedirme perdón. El joven cabizbajo balbucea un “perdón” casi imperceptible. “Y usted, señorita, ¿lo perdona?” Digo que no, que una disculpa no me basta.
En la comisaría otro policía toma mi denuncia. Le cuento que este sujeto me tocó el culo. El policía pregunta: “¿Y qué más?” Veo en sus ojos lo que quiere decirme: “Es normal, pelotuda, ándate acostumbrando. Son siete millones de chilenas en las calles. Imagínate si todas denunciaran, colapsaría el sistema, los policías acabarían convertidos en perritos falderos, guardianes de culos.” Toma la denuncia de mala gana, como si fuera una alucinación mía, un comentario burgués, una exageración de clase.
Triste realidad.
Puede que un cachete en el culo no sea de lo peor que te puede pasar. Pero es malo. Desagradable. Es una pequeña violación.