Vimes se había pasado la vida entera en las calles y había conocido a hombres honrados y a estúpidos y a gente capaz de robarle un penique a un mendigo ciego y a gente que todos los días llevaba a cabo silenciosos milagros o crímenes desesperados detrás de las ventanas mugrientas de sus casuchas, pero nunca había conocido al Pueblo.
En cualquier caso, la gente que estaba en el bando del Pueblo siempre terminaba decepcionada. Descubrían que el Pueblo no solía ser atento ni agradecido ni abierto de miras ni obediente. El Pueblo solía ser estrecho de miras y conservador y no muy listo y hasta desconfiaba de la inteligencia. Y así era como a los hijos de la revolución se les planteaba el eterno problema: no es que tuvieran el gobierno equivocado, lo que era obvio, sino que tenían a la gente equivocada.
En cuanto uno consideraba a la gente como algo a lo que tomar la talla, resultaba que no la daban. Lo que correría por las calles muy pronto no sería una revolución ni un disturbio. Sería gente aterrada y presa del pánico. Era lo que pasaba cuando fallaba la maquinaría de la vida en la ciudad, los engranajes dejaban de girar y todas las pequeñas reglas se rompían. Y cuando ocurría eso, los humanos eran peores que los borregos. Los borregos se limitaban a correr; no intentaban morder al borrego de al lado.
Llegado el ocaso, los uniformes se habrían convertido automáticamente en dianas. Y entonces ya no importaría dónde estuvieran las simpatías de un agente de la Guardia. No sería más que otro hombre con armadura…
¡Verdad! ¡Justicia! ¡Libertad! ¡Amor a precios razonables! ¡Y un huevo duro!
-Ronda de Noche, Terry Pratchett