Enero de 2016
EL SEXO DÉBIL
Lo peor es que no va en broma. Desde luego prefiero abordar el tema con cierta sorna porque tintes de drama ya le sobran. El tema queda bastante patente en el título que lo precede así que sin más dilación entremos en materia.
Desde que el mundo es mundo el sexo se ha utilizado, en mayor medida por parte del género femenino, como moneda de cambio en las más diversas transacciones. De hecho, toda nuestra cultura, estructurada en torno a la institución del matrimonio da buena cuenta de ello. No es por lo tanto un tema agradable para muchos o políticamente correcto y precisamente por lo solapado que está en el embrión de nuestra civilización, oculto en los cimientos más profundos de la arquitectura de la que nos valemos en nuestras sociedades, considero que es aún de mayor importancia abordarlo.
Viéndolo sólo desde una perspectiva puramente económica, como apunta el título, no se puede comprender el fenómeno. Hay, como en muchos otros asuntos, una raíz antropológica ineludible y creo que es un debate necesario sobre todo ahora, cuando las estructuras de la familia en, digamos occidente, empiezan para bien o para mal a desdibujarse. No creo que corresponda tanto una valoración moral como un escrutinio de los hechos frío y desapasionado. Esto no es un encendido discurso, más bien una invitación a pensar en qué somos, cómo somos y por qué somos de tal modo. Algo que puede resultar especialmente apropiado en un momento de desestructuración de la familia tradicional, una cierta alienación del mundo físico a través de los canales tecnológicos, el auge del feminismo y otros fenómenos contemporáneos. Empecemos fijando un marco de referencia desde hechos que todos conocemos:
En el mundo viven unos 7000 millones de personas. De ellos aproximadamente la mitad son mujeres y la otra mitad son hombres. Ese mundo se ha organizado históricamente como una sociedad patriarcal. Las razones de ello son puramente biológicas y antropológicas, para comprender eso hay que retroceder hasta lo que conocemos por neolítico. En una sociedad de cazadores-recolectores, antes del desarrollo de la agricultura, es fácil comprender que actividad primaba sobre la otra. No sólo por la aportación protéica que suponía para el colectivo sino porque, cuanto más retrocedamos en la historia, ahora ya evolución, más nos adentraremos en lo que podemos definir como el imperio de la fuerza. Eso es, supervivencia.
Podríamos entrar en disquisiciones darwinistas acerca de por qué han sido exactamente así las cosas y no de otro modo pero para el caso que nos ocupa basta con remitirnos a los hechos. La evolución a través de la biología, a lo largo de cientos de miles de años, cuando no millones, ha otorgado papeles diferenciados a los sexos en la consecución de su fin último: la reproducción. La reproducción, muchas veces por encima incluso de la supervivncia del individuo. Esto significa pues la supervivencia del colectivo.
Parecía que empezábamos desde muy lejos pero ya estamos aquí al lado, y es que la especie humana hasta la fecha se reproduce sexualmente. Y es la propia evolución la que nos ha concebido a ambos géneros con nuestras asimetrías, hemos de entender, en pos de la adaptabilidad al medio. En la especie humana hay dos géneros bien definidos, salvo excepciones genéticas o de otras índoles. Ya las primeras sociedades se organizaron dando lugar a lo que se ha llamado separación sexual del trabajo. Desde luego no por una cuestión de capricho sino por una mera lógica de eficiencia. Esa organización de la sociedad es la que en cierto modo nos ha configurado tal como somos hoy. Hoy en día estamos viendo abolida una lógica que nos ha esculpido como seres durante innumerables generaciones. Ahora, al parecer, ya no es necesario. El que fue un medio más hostil aún, aparece hoy en gran medida comprendido y por lo tanto controlado por las sociedades.
Se abren por lo tanto nuevos caminos para la evolución, posibilidades antes vedadas por el imperativo del medio, aunque imposibles de percibir dentro del zoom de dicho proceso que son nuestras vidas. Y eso no es ni bueno ni malo, es matemática. Pero lo cierto es que no parece demasiado claro a donde lleva. Se habla de pansexualismo en sociedades cada vez más hedonistas donde el individuo está cada vez más separado del medio y de las personas que le rodean. Repito de nuevo que la afirmación no lleva carga moral.
Lo cierto es que la noción de familia tradicional está cada vez más erosionada y se desgasta a pasos agigantados. Aquella asentada en la pareja monogámica y vitalicia (o en su apariencia) está exhalando hoy sus tal vez últimos supiros. Parece oportuno indagar un poco en las causas que han llevado a ello. Se ha mencionado el imperio de la fuerza del que provenimos y también la asimetría de los géneros. Ese imperio de fuerza ha ido gradualmente dejando paso a lo que podemos denominar el imperio de la razón al que nos dirigimos y que es al final el responsable último de los extraordinarios cambios sociales, culturales y tecnológicos que hemos visto en los últimos siglos.
El antiguo patriarcado, por supuesto a regañadientes, va dejando paso a sociedades más plurales donde el papel del individuo ya no es necesariamente el asignado por la naturaleza. Algunos tal vez hayan pensado que la evolución se ha "congelado" y ya no opera en la ecuación. Nada más lejos de la realidad, lo que vemos es la transformación del medio y es el medio el que nos transforma a su vez a nosotros. La evolución, no nos engañemos, no es tan sabia como nos gustaría creer. Nos gusta pensar que es la bala precisa de un francotirador que acierta en el centro de la diana pero en realidad es una ráfaga de ametralladora de la que la mayoría de balas caen muy lejos del blanco. Ensayo y error, no es un método rápido, pero el tiempo no parece el factor más limitante. Quizás en cierto modo lo que esté sucediendo es que el ser humano está tomando poco a poco las riendas de su evolución aunque probablemente sin una idea demasiado clara de a donde quiere ir ni de como llegar a su destino.
Hay un relevo pues entre dos tendencias fundamentales como son fuerza y razón que al fin y al cabo libran una batalla por el poder. En realidad la fuerza no deja de ser un modo de alcanzar la razón y la razón un medio para obtener la fuerza. Es ese equilibrio lo que se está desplazando y se manifiesta en multitud de expresiones en los días actuales. La razón, poco a poco, va poniendo coto a la fuerza a través de las leyes de las que nos hemos dotado, más acertadas o menos. Aún así, torcer la inercia biológica de milenios, por maleables que sean nuestros cuerpos y nuestras mentes, no es tarea fácil. Más difícil aún es acertar el rumbo cuando no hay un destino determinado como colectivo y las numerosas diferencias entre los grupos que componen el colectivo de la especie se dirimen en pugnas aquí y allá que hablan mucho de la herencia que arrastramos.
La fuerza, desde luego, sigue teniendo un papel preponderante. Dentro de la raza humana, en el medio natural de las primeras sociedades, esa fuerza se ve encarnada en lo que conocemos como testosterona. Esa hormona es la responsable de la mayor musculación de los hombres respecto a las mujeres y es a su vez, paradójicamente, responsable de su mayor deseo sexual. La evolución ya nos ha otorgado, nos guste o no, una papel en la función de la vida. Y no es mi intención dar a entender que haya que cumplirlo, por supuesto. Pero ya hay un camino trazado en lo que eres. Como hemos visto no necesariamente el que nostros, como individuos o colectivo, tengamos que apreciar como el correcto. Con ello vengo a decir que lo que está cambiando aquí no es pequeño.
Las mujeres por supuesto también tienen deseo sexual, pero es más que evidente que la inversión biológica que supone para los dos géneros la reproducción sexual es abrumadoramente distinta. El sexo recreativo disociado completamente de la reproducción no ha existido en nuestras sociedades hasta hace apenas dos días, desde la invención de anticonceptivos eficientes. La sociedad cambia a un ritmo vertiginoso, la evolución tiene otro tempo y perpetuará sólo aquellos rasgos de nuestras sociedades eficientes para con el medio. Eso nos pone en una situación con visos de encrucijada. Por supuesto que ha habido siempre sexo lúdico pero siempre ha mantenido una vinculación más o menos estrecha con la reproducción y ese vínculo no se ha podido desconectar de forma electiva y efectiva antes de los años 60 del pasado siglo XX. Forma parte por supuesto de una tendencia que viene de lejos pero no es una cuestión menor.
La evolución, cuya máxima prioridad hemos visto que es la perpetuación de la especie, ha incentivado fuertemente la reproducción mediante el apetito y placer sexual y en última instancia el orgasmo. Asimétricamente. La causa de esa asimetría ya se ha mencionado, la inversión biológica es clave para la sotenibilidad de una conducta. Así pues, antropológicamente, las mujeres son mucho más selectivas con las parejas que podrían comprometerlas por lo menos los 9 meses de un embarazo, siendo esta estrategia opuesta a la masculina: reproducirse con el mayor número de hembras posible. Esa es la impronta genética que hemos heredado y trabaja las más de las veces a un nivel subconsciente, a través de los equilibrios químicos y hormonales de nuestros cuerpos. La tradición cultural es consecuencia de ello.
Sucede que, en un breve lapso de tiempo, las reglas del juego cambian. Muy rápidamente, además. Y nuestros cuerpos son flexibles para adaptarse a grandes cambios, por supuesto, pero la inercia de la evolución es grande y aún ha de validar los resultados de sus presentes experimentos. Se abre pues otra etapa de ensayo y error, que en realidad nunca se cerró pero agudizada ahora por esos cambios clave en el medio, por esas reglas del juego que han cambiado. Eso está pasando hoy en nuestras sociedades.
Así que la preponderancia física del hombre sobre la mujer, que sigue siendo la misma que hace cientos de miles de años está cada vez más delimitada por el derecho, o sea, por la razón. No ha desaparecido por arte de magia, sigue estando ahí y es evidente, pero se ha alcanzado un consenso razón mediante para no ejercerla contra los derechos del otro. Esto ni es nuevo, (los orígenes del derecho son ancestrales), ni es del todo cierto, dado que vivimos en un mundo gobernado aún en mayor o menor medida mediante violencia.
Sigue aportando, por supuesto, ciertas ventajas a los varones que se hallan más capacitados para acometer tareas más duras y más exigentes físicamente, si es que entendemos tal cosa como una ventaja cuando se disocia de la posición de poder que dicha ventaja supondría. Esa sería la ventaja que confiere la testosterona al sexo masculino, pero siempre hay contrapartidas. De hecho los varones son en gran medida dependientes de las mujeres (o también hombres, y el papel aquí de la homosexualidad no es casual) y son dependientes a razón de sus apetitos que ahora ya, más entrados en el imperio de la razón, no es aceptable saciar por la fuerza.
El conflicto aparece cuando una relación de dependencia mutua se convierte en dependencia unilateral. (O por lo menos con una inclinación clara en la balanza) Y es que ese imperio de la razón, alcanzado también a través de la fuerza, ha procurado (no sólo) para las mujeres un medio relativamente seguro en el que desenvolverse sin la ancestral protección del género masculino. Y eso objetivamente es bueno, tomado de manera aislada. Hay un derecho, una ley que pone coto a la ventaja biológica de una de las partes en un grado muy significativo, hay una erradicación de la violencia o mejor dicho una transferencia a los estados del monopolio de ejercerla.
Ahora bien, del mismo modo que esa superioridad física sigue siendo una realidad también lo es la mayor pulsión sexual. De hecho es tan relevante biológicamente el papel de la pulsión sexual masculina que ha trazado las líneas del plano sobre el que hemos estructurado nuestras sociedades. Esa es la adicción universal por antonomasia, por lo menos para la mitad de las personas del mundo e influye indudablemente en la otra mitad.
Si hacemos caso de las acertadas nociones de Freud, la pulsión sexual subyace en la práctica a la totalidad de nuestras conductas y en mayor medida en el caso de los hombres. La renuncia a la violencia en pos de la razón no tiene, o no debería, sin duda alguna marcha atrás. Se acompaña de la misma noción de progreso. Sin embargo el medio que hemos construído, tan significativamente distinto del que provenimos, de alguna manera ha dejado a los hombres como seres fuera de juego en gran medida y ante el nada despreciable reto de reiventarse para hallar encaje en dicho medio.
Por otro lado, las mujeres, encuentran el camino de salida de un patriarcado opresivo que ha conducido sus vidas según intereses que no eran los suyos aunque siempre han dispuesto de los medios para reconducir en algún grado esas situaciones hacia algo semejante a un cierto equilibrio de poder, pero en un marcado segundo plano. La situación actual en occidente es prueba de ello. Ahora es el estado el que garantiza la seguridad de los individuos, hombres y mujeres, que anteriormente había supuesto una cierta dependencia entre los géneros. Sin embargo la dependencia recíproca que cerraba el círculo, la derivada de la pulsión sexual masculina, queda como estaba sin posibilidad de hallar correspondencia en términos de equilibrio. Y los hombres sencillamente vemos como la ventaja de la que nos ha dotado la naturaleza es cada vez más inoperante en la misma medida que nuestra debilidad biológica, que no ha sufrido grandes cambios, no tiene por lo tanto modo alguno de verse compensada. Amigos, asumidlo: somos el sexo débil.
Hasta ahora hemos hablado de raíces antropológicas, biológicas, de hombres y mujeres. Queda pendiente una aproximación a la cuestión desde el punto de vista de la economía sin perder de vista la realidad del presente social y cultural. Y es que si la asimetría entre los sexos es más que evidente, lo es mucho más aún la del reparto de la riqueza, la que hay entre ricos y pobres. Y evidentemente, ni para un hombre ni para una mujer, su situación en ese eje ni fue ni es irrelevante en la cuestión abordada. Pero eso merece ser tratado por separado, asumiendo las premisas aquí expuestas.
¿GUERRA DE SEXOS O LUCHA DE CLASES?
Aceptada en todas las partes del mundo, por encima del oro y el dólar. Al menos allí donde haya hombres. Y no, no hablo de su modo más evidente que es la prostitución, que también. Los intercambios en los que opera tal valor son mucho más sutiles y toda nuestra estructura social y cultural está impregnada de ellos. Tal como están las cosas, en este libre mercado del amor, nacer con picha equivale a nacer con una deuda casi impagable y nacer con chocho a nacer con un patrimonio casi inagotable. Evidentemente todo lo que precede y lo que sigue es una burda generalización. Tan burda como pueda serlo una estadística. Pero es una descripción válida del marco global de acontecimientos.
Y así, sin saber mucho ni de amor ni de economía, creo que sería interesante abordar los temas del amor desde un punto de vista económico, de la economía de libre mercado en la que vivimos donde todos somos de hecho productos de usar y tirar. Empecemos por la parte de la oferta y la demanda. La demanda sexual masculina es por naturaleza mucho mayor que la oferta femenina. O dicho al revés, la demanda femina de sexo es mucho menor que la oferta masculina. Partiendo de tal axioma, argumentado ya en el artículo anterior, se puede ver claramente que eso pone al chocho por las nubes. De precio, digo. Claro que no me refiero a la prostitución, que también.
Teniendo en cuenta que hay más o menos el mismo número de mujeres que de hombres en el mundo, no hay en el planeta oferta sexual femenina suficiente para cubrir la demanda masculina. Eso en cuanto a lo que es el deseo sexual natural en cada individuo en sus distintos grados, hombre o mujer. ¿Cómo se cubre ese diferencial? Bien, ahora sí que me refiero a la prostitución y no al resto de intercambios. Aunque a parte del resto, también.
Por una parte es natural, la búsqueda de pareja, incluso en el medio natural del que provenimos, se puede ver como un mercado en el que cada parte de la transacción aporta unos valores que interesan a la otra.
Belleza, inteligencia, etc. Se puede ver desde muchas de las facetas implicadas. Pero por más que se revise, el problema no está ahí realmente, es lo que somos. O lo que éramos. El problema está en lo que nos hemos convertido.
Nunca hubo tal cosa como una igualdad de oportunidades desde que todos venimos al mundo con distintas aptitudes. Sucede que eso en lo tiempos presentes se ha distorsionado hasta extremos irracionales. La desigualdad entre ricos y pobres ya está del todo desvinculada de esas diferencias naturales desde hace mucho tiempo. Y la posición económica es una de las muchas facetas que opera como valor en la búsqueda de pareja. También en el resto de relaciones sociales, pero eso es capítulo aparte.
Es un factor importante en más medida para ellas, por diversas cuestiones. Entre otras, porque disponen de un bien que capitalizar. La situación que estoy describiendo tal vez encuentre su máxima expresión en esas jóvenes que se emparejan con ancianos adinerados. También sucede al contrario, claro, pero en menor medida. Y uno no sabe siquiera si lo que salta es un resorte moral, si la lógica le resulta obscena u ofende en algo a su sentido común.
Al fin y al cabo cada uno tiene sus intereses y es libre de hacer con sus bienes lo que le plazca. Tal vez lo que ofenda sea la nitidez con la que se perciben tales intereses y lo que se esté dispuesto a asumir para obtenerlos.
El ejemplo es buena prueba del valor del bien intercambiado y de su alta cotización. Queda expuesta con meridiana claridad la ventaja que supone nacer en tal libre mercado con un bien intercambiable al que en mayor o menor medida se le saca partido. Y no sólo en el emparejamiento propiamente dicho, si no desde mucho antes. Ya en la fase de cortejo, en la búsqueda de allanar sus conquistas vía generosidad, los varones tienen por costumbre asumir las cuentas de la cena, el cine o las copas. Asumen los costes bajo la influencia de una pulsión sexual de la cual las hembras saben extraer jugosos beneficios, sin ni siquiera tener que ofrecer compensación alguna. Tan sólo dejando entrever la posibilidad de haberla. Esto no se trata de una excepción, está tan asentado en nuestras sociedades y en la vida de cada mujer que en muchos casos pueden no tener una noción clara de ello. Simplemente la gente es amable. En otros casos se busca explotar al máximo las posibilidades dando lugar a ejemplos tan pintorescos como el anterior. Como término medio es fácil encontrarse a muchas mujeres que se aprovechan sistemáticamente de la debilidad de muchos hombres. No cabe duda de que somos el sexo débil.
No físicamente, claro. Físicamente la superioridad es tan abrumadora que nos repele, nos repugna, la mera idea de utilizarla contra una mujer por el abuso desmedido que ello supone. Hemos sabido identificar como sociedad que el ejercicio de un poder tan desigual es bochornoso y que la explotación del débil es una vergüenza. En el plano hombre-mujer esa idea está muy clara. En el plano económico no se ha avanzado tanto.
Es por lo tanto un insulto hacia la más mínima noción de justicia que un hombre despliegue su superioridad física contra alguien en condiciones muy inferiores. El uso de la violencia contra hombres y mujeres está tipificado como delito por igual, sin embargo no es difícil comprender el agravante en el segundo caso.
La sociedad ha sido capaz de educar a los hombres, con más o menos éxito, para no sacar partido de esa ventaja física contra las mujeres. Las mujeres, en cambio, siguen obteniendo los réditos de la notable ventaja que tienen sobre los hombres y, salvo casos tan extremos como el que he descrito antes, no parece despertar rechazo alguno. De hecho es el uso y costumbre habitual.
A nadie le extraña que las mujeres no paguen entrada en una discoteca, es normal: ellos van donde están ellas. Así que, en cierta manera, ellos ya están pagando la entrada por ambos. Es normal que las chicas se dejen agasajar con copas, y por supuesto que ello no las obliga a nada. Es normal que vivan rodeadas de un mundo de favores que tienen la forma de tácitas promesas nunca pronunciadas y casi siempre incumplidas. Es lo normal.
El abuso de una posición de poder, ya sea en el plano físico, económico o en cualquier otro es igualmente execrable. Pero si ya la pulsión sexual masculina de por sí es significativa, parece que el colectivo femenino está cada vez más dispuesto a incentivarla aún más. Escotes más pronunciados, faldas más cortas. Hay que vender el producto. Hay que obtener réditos. Hay que explotar la debilidad y sacar el máximo partido posible. De cuantos más a la vez, mejor, son libres claro está de andar con cuantos quieran y de obtener favores de cuantos las pretendan. Y todos sabemos que las subastas tiran los precios al alza. Por otro lado, ellas son las que deciden cuando tantos esfuerzos se verán recompensados y cuando, sencillamente, no.
Así funciona el libre mercado del amor. O bueno, tal vez el amor sea otra cosa. Lo cierto es que si uno pretende quedar al margen de tal mercado, ya no es sólo que lo tiene difícil para eludir su propia pulsión, sino que además se va a ver abofeteada nada más poner un pie en la calle. Ellas no lo piensan así todas las veces. Simplemente se ponen guapas. Y las cosas les van mejor. Claro que sí. Otras veces la planificación es absoluta y ensayada para un fin concreto.
De todas formas el problema no es ser hombre, no. Hay muchos hombres que viven muy, muy bien en este libre mercado. Los que tienen dinero suficiente para acceder a los bienes que en él se intercambian. A muchos más de los que pueden necesitar, ya no de los que merecen.
Del mismo modo, desde el punto de vista histórico, el problema real nunca consistió en ser mujer, claro que no. Montar, monta tanto Isabel como Fernando. El problema no es ser hombre o ser mujer, el problema es ser pobre.
Y a fecha de hoy, en igualdad de condiciones, los hombres llevan con mucho las de perder. El reto será ver si la sociedad es capaz de tomar conciencia de tal situación por ambos lados y educar en consecuencia. En primer lugar para denunciar los abusos sistemáticos de mujeres a hombres en su absoluta debilidad. En segundo lugar a los hombres que, sin que mucho se pueda hacer, no deberían dejarse estafar con tanta facilidad, siendo ellos mismos en muchos casos los que dan pie a tal acción. Tal vez las mujeres debieran reservar algo de su sensualidad para la intimidad que gusten y no convertirla en algo omnipresente e invasivo que se mezcla con circunstancias y funciones que se ven claramente interferidas por la sexualización excesiva en la que vive nuestra sociedad.
Se conocen los problemas que genera en el rendimiento académico. Los problemas en la productividad son por lo tanto consecuencia evidente. Un perjuicio para toda la sociedad que al final redunda sólo en el beneficio de su mitad femenina, creando más necesidad, por lo tanto más demanda, por lo tanto mayor precio. Es publicidad de un producto, ni más ni menos.
Se puede objetar al razonamiento expuesto que el problema es por entero de los hombres. Ciertamente, es así. Se puede alegar el ejercicio de la libertad hasta sus mismos límites, si es que los hay. Se puede alegar que unos tienen la libertad de explotar las debilidades de otros hasta reducirlos a la miseria y sustraerles hasta la misma vida, como aún sucede en la economía. Pero cabe recordar que la libertad es eso a lo que renunciamos en parte para respetar la libertad de otros. Leí una vez un pintada en la pared que no recuerdo textualmente, pero daba a entender algo como: "no me visto así para que me mires" y pensé, claro. Yo tampoco me tiro los pedos para que los huelas. Y espero que sepan disculpar el ejemplo escatológico.
Es natural que en el marco del cortejo ambas partes saquen a relucir sus dotes pero lo cierto es que esa sexualización está en todos los contextos de la vida cotidiana, en mayor o menor medida, como los anuncios que nos bombardean. Lo cierto es que con el paso de los años las hipersexualización sólo ha ido a más del mismo modo que una carrera armamentística. Como causa de esa proliferación se produce una pérdida neta además de una redistribución desigual, lo que gana una parte de la sociedad es menos de la pérdida que genera en el conjunto.
Lo que personalmente me duele es ver como desde posiciones políticas de izquierdas se dé pábulo a una serie de tendencias, denominadas entre las feministas, que parecen bastante indolentes ante cualquier libertad y debilidad que no sea la propia. Es muy fácil comprender, dada la relación de fuerzas, a quien beneficia la completa libertad de mercado en este ámbito. Libertad también para ignorar cualquier compromiso monogámico adquirido (si es que tal cosa aún se da) con total impunidad. Libertad para mentir sin consecuencias y con ello poder obtener una vida más satisfactoria a costa de los demás. Libertad para explotar la debilidad de una parte de la sociedad que, en gran medida, apoya a las mujeres en sus reclamaciones de igualdad de derechos, hoy en su mayor parte consumadas. Simplemente a razón de principios éticos y más allá de intereses individuales. No veo en tales posiciones y conductas el menor atisbo de agradecimiento sino una radicalización con pretensiones de erigirse en hegemonía.
No es entonces la defensa de la posición del débil lo que les mueve ni cualquier ideal de justicia o equidad. Simplemente, como las posiciones liberales en política económica, se limitan a defender los intereses que les son propios trayéndoles sin cuidado el menoscabo de los de los demás. Los ricos en la economía, las mujeres en la sexualidad. Sigue siendo el capital. Los que juegan con ventaja y reclaman más ventaja aún.
Prefiero no entrar a abordar aquí la cuestión de la violencia de género y de las medidas legales establecidas al respecto, así como cuestiones de custodia o de decisión y responsabilidad en el embarazo. Tampoco casos sangrantes como el de padres obligados legalmente con hijos que pertenecen biológicamente a otros. Pero si alguien piensa que toda esa serie de desbarajustes no tiene que ver con la situación descrita, es que ha entendido poco o nada de las circunstancias.
¿Es algo defendible, desde posturas de izquierdas, la hipersexualización de la sociedad? ¿O por el contrario es más acorde a esa nueva derecha liberal del nefasto mercantilismo que nos convierte a todos en objetos desechables?
El hecho de que un movimiento, como es el feminismo, que dice defender la igualdad entre géneros, tome el nombre de uno de los dos, a alguien tendría que haberle suscitado ya alguna suspicacia. Igualdad es que no importe que seas hombre o mujer, no rellenar cuotas, lo cual resulta un arreglo cosmético demasiado femenino.
Cuando se habla de la carencia de derechos de la mujer, que por supuesto existió y existe, se obvia siempre esa otra gran esfera de influencia que el sexo femenino ha poseído siempre. Si uno mira la historia puede ver que, en general, nunca ostentaron el poder. Pero siempre estuvieron lo más cerca posible ejerciendo una nada despreciable influencia.
También las mujeres accedieron y han accedido a su cuota de poder en modos menos evidentes que los hombres, a través de ellos. Por eso, en mi opinión, el enfoque en la guerra de sexos apunta en la dirección equivocada. El verdadero reparto desigual de poder no se halla entre hombres y mujeres sino entre ricos y pobres, y la batalla contra la desigualdad no se libra en otro marco que el de la lucha de clases.