Hace 12 días | Por Kachemiro a elpais.com
Publicado hace 12 días por Kachemiro a elpais.com

El Sur Global ve a Israel como una potencia subrogada de Occidente que destruye cuerpos morenos, como en tiempos coloniales. Los grandes medios occidentales, que acusan a Putin de barbarie pero no aplican el mismo rasero con Netanyahu, no comprenden lo que está pasando en el resto del mundo. Por PANKAJ MISHRA

Comentarios

salteado3

#1 Acojonante.

Kachemiro

#2 que mierda.. es verdad. Normalmente nunca me deja leer nada en elpais pero este artículo si me lo abria.. por eso lo mandé.
Dejo en #4 la parte q me ha dejado copiar.
Una pena porque el artículo es muy bueno

Mangus

#4 En la guerra de Irak de 1991, la buena, le dieron la exclusiva de la cobertura del "conflicto" a una cadena segundona, la CNN. Los tertulianos y opinadores que cubrían la guerra 24 horas repetían como loros: "En caso de guerra la primera víctima es la verdad". No me sonaba a lamento, si no como asunción de una responsabilidad por parte de la prensa.

Kachemiro

#4 (parte 2) (...) En llamativo contraste con la identificación inequívoca de la barbarie rusa en Ucrania, el modo verbal preferido en las noticias occidentales sobre las atrocidades israelíes es la voz pasiva, que dificulta saber quién hace qué a quién y en qué circunstancias. (“La solitaria muerte de un hombre de Gaza con síndrome de Down”, decía el primer titular de un reportaje de la BBC sobre unos soldados israelíes que soltaron un perro de ataque contra un palestino con discapacidad y luego lo dejaron morir). El reportaje de The New York Times sobre un siniestro hito, la matanza de 30.000 palestinos —en su inmensa mayoría mujeres y niños— a manos de Israel, se titulaba Vidas acabadas en Gaza. Otro reportaje más reciente de Associated Press sobre la política del hambre impuesta por Israel se titula Un bebé palestino de 10 meses dejó de gatear de repente. La polio había llegado a Gaza.

Los periodistas y el propio presidente de Estados Unidos dieron protagonismo a unas informaciones no confirmadas, y que finalmente resultaron falsas, sobre bebés israelíes decapitados. Mientras tanto, todos guardan silencio a propósito de múltiples informaciones corroboradas sobre violaciones y torturas en las cárceles israelíes. Un artículo en The Atlantic, revista hoy dirigida por un antiguo miembro de las Fuerzas de Defensa israelíes que difundió un famoso informe falso sobre Irak, se atrevió a afirmar, incluso después del asesinato de miles de niños en Gaza, que “es posible matar niños legalmente”.

Desde luego, el relato de los medios de comunicación occidentales sobre la “defensa propia” de Israel es una muestra más de la drástica discrepancia entre lo que dicen los principales periodistas de Occidente y lo que los demás vemos que está pasando en el mundo. No puedo evitar una sensación de déjà vu ni dejar de hacerme una vieja pregunta: ¿aún es posible aumentar la capacidad cognitiva en el menguante ámbito del periodismo occidental, el reino encantado en el que he pasado provechosamente la mayor parte de mi vida?

Al fin y al cabo, vivimos en un mundo mucho más grande que el que habitaba Karl Kraus en la Viena de principios del siglo XX, con una variedad infinitamente mayor de experiencias y perspectivas. Hay mucha más diversidad demográfica en las redacciones de los periódicos y los medios de comunicación que cuando yo empecé a escribir. ¿Podrían evitarse las constantes debacles intelectuales y morales del periodismo cultivando un clima de opinión menos conformista y la apertura a experiencias y puntos de vista diferentes?

En las fantasías ultra, un enemigo de piel oscura devora mascotas y se dispone a destruir la civilización blanca
Tal vez, pero, para ello, el primer paso es ser conscientes de los formidables obstáculos que nos aguardan: vivimos en una época muy confusa, especialmente desconcertante para la generación de periodistas y comentaristas occidentales de más edad, que alcanzaron la madurez en las décadas posteriores al final de la Guerra Fría y la caída del comunismo, cuando la democracia y el capitalismo occidental parecían definir el futuro del mundo entero.

Hoy, todos los supuestos que han sustentado la política y el periodismo occidentales durante casi tres décadas yacen hechos añicos. Vivimos en un mundo en el que el futuro de la democracia no está garantizado ni siquiera en Europa y América, y mucho menos en la India. El capitalismo occidental ha creado demasiadas desigualdades y ahora está generando una reacción violenta. Los demagogos y los líderes despóticos están en pleno auge. Y lo más inquietante es que, tras un largo paréntesis, hay grandes partidos políticos, a ambos lados del Atlántico, que vuelven a exhibir explícitamente el nacionalismo blanco como ideología.

En una época de dificultades económicas generalizadas, los etnonacionalistas de Estados Unidos y el Reino Unido, como los de Alemania, Francia, Hungría, Polonia e Italia, comparten la hostilidad hacia los inmigrantes y atacan unas instituciones que consideran insuficientemente patrióticas o demasiado indulgentes con las minorías sexuales, étnicas y raciales. Este panorama tan sombrío puede extenderse más. Las principales ideologías económicas de crecimiento sin fin y prosperidad global se han topado con las restricciones medioambientales y la innovación tecnológica, además de sus propios límites, y parecen insostenibles.

Los responsables y redactores de las publicaciones más veneradas no se habían preparado mentalmente para el derrumbe de su ideología de la globalización capitalista ni para la rápida pérdida de poder, legitimidad y prestigio de Occidente. Estaban demasiado aferrados, por origen nacional y de clase y por formación, a las tesis intelectuales desarrolladas durante su hegemonía total. Estaban tan involucrados en los estertores de muerte del viejo mundo que ahora no pueden sentir las contracciones del nuevo que está naciendo. Es más, les cuesta comprender sus propias sociedades, que están cambiando drásticamente a su alrededor; se obsesionan con cosas que no son más que meros síntomas de un consenso social roto, como las “guerras culturales”, y acaban extrayendo con dificultad el significado de abstracciones como “populismo”, “retroceso democrático” y “crisis del liberalismo”.

Otro problema, más grave, es que las élites intelectuales y políticas de Occidente cuentan con muy pocos medios para comprender —y mucho menos para explicar— el resto del mundo. Los periodistas de los grandes medios intentan plasmar la velocidad y la magnitud de la transformación histórica actual —el ascenso del sur global— mediante análisis cuantitativos. Presentan datos estadísticos sobre la importancia creciente de China en el comercio exterior y el volumen cada vez mayor de las economías de la India, Brasil e Indonesia.

Pero estos datos y estas cifras no son más que pequeñas ondas en el aluvión de cambios mundiales que está barriendo todo lo que antes creíamos.

Vivimos en un mundo que difiere por completo, en todas sus variantes de mentalidad política, actitud emocional y estructura económica, del mundo de hace solo dos décadas. La historia siempre ha consistido en un choque entre distintos relatos en los que la gente desea reconocerse. El relato que escogemos sobre el pasado nos orienta hacia el mundo actual, nos ofrece un lugar y una identidad, y explica en líneas generales nuestros sentimientos sobre lo que es posible. El marco del periodismo occidental, muy utilizado, se construyó sobre los triunfos de Occidente: la derrota de los regímenes totalitarios en dos guerras mundiales, la contención de Alemania, Italia y Japón en la posguerra y la victoria sobre el comunismo en la Guerra Fría, seguida de la propagación mundial del capitalismo y la democracia occidentales. Esta experiencia excepcional de progreso en el Occidente de posguerra llevó a sus beneficiarios a hacer generalizaciones optimistas sobre los cambios en el resto del mundo y la capacidad de Occidente para dirigirlos.

Pero esta versión de la historia en la que les gustaba reconocerse a varias generaciones de periodistas occidentales choca ahora con otro relato mucho más amplio, resonante y convincente: el de la descolonización, el acontecimiento fundamental del siglo XX para la inmensa mayoría de la población humana.
La palabra se utilizó por primera vez para describir el proceso histórico que comenzó en los años cuarenta, cuando “las personas de piel oscura” (en expresión del sociólogo estadounidense W. E. B. Du Bois) de Asia y África empezaron a liberarse del poder occidental directo e indirecto. Pero ahora se refiere a algo más que un simple traspaso del poder político y económico en la historia mundial. La descolonización es una forma abreviada de describir cómo numerosos pueblos no blancos, entre ellos muchos afroamericanos y grupos de población inmigrante en Occidente, se sitúan en un continuo histórico más largo, ven su pasado y miden sus posibilidades para el futuro.
Es indudable que, si hay un marco analítico capaz de explicar una gran variedad de fenómenos nacionales e internacionales —desde el auge del nacionalismo chino y la extrema derecha en Occidente hasta las guerras culturales en Europa y Norteamérica, los disturbios en las universidades estadounidenses a propósito de Gaza, las divisiones en PEN América o el hecho de que Kylie Jenner haya perdido casi un millón de seguidores en Instagram—, es el de la descolonización.
Ese es el motivo de que los líderes y comentaristas occidentales, en especial los que se dejaron absorber en exceso por la fantasía del fin de la historia después de 1989, tengan ahora el deber de reaccionar ante una dinámica histórica crucial —el reequilibrio del poder occidental construido a través del imperialismo— y, además, comprender las numerosas formas culturales y psicológicas de manifestarse ese reequilibrio.
Es una tarea muy difícil, sin duda. Porque no es fácil descubrir ni siquiera ciertos hechos esenciales de la historia mundial como el imperialismo y la descolonización: languidecen en la oscuridad, ocultos por los relatos monumentales sobre la civilización occidental que van de Platón a la OTAN. Recuerdo que, cuando, en los años noventa, empecé a publicar en Europa y Estados Unidos, todo escritor y periodista que se preciara solía decir que su país era heredero espiritual de la democracia ateniense, el individualismo renacentista y la racionalidad de la Ilustración.
Era posible leer millones de palabras sobre los méritos de la democracia y el liberalismo occidentales y los males del totalitarismo oriental, escritas por figuras intelectuales angloamericanas como Michael Ignatieff, Timothy Garton Ash, Martin Amis, Thomas Friedman y Anne Applebaum, sin encontrar ni un solo párrafo sobre las consecuencias de la esclavitud, el imperialismo y la descolonización. Parecían obsesionados con los crímenes de Hitler, Stalin y Mao, pero, para ser supuestamente unos internacionalistas liberales, no parecían tener en cuenta la historia occiden

Kachemiro

#17 parte 3 (...) Parecían obsesionados con los crímenes de Hitler, Stalin y Mao, pero, para ser supuestamente unos internacionalistas liberales, no parecían tener en cuenta la historia occidental moderna de esclavitud en masa, expolio colonial y guerras genocidas contra los pueblos indígenas.
Esa ignorancia, en otro tiempo un lujo asequible, hoy sería fatal para la generación actual de periodistas y comentaristas: se encuentran con un orden mundial en el que la democracia y el liberalismo, o incluso la estabilidad política normal, han dejado de ser unas cosas que se pueden dar por sentadas. Se les exige que vean el mundo tal como es, sin la obligación de embellecer su propio bando que imponía la Guerra Fría. En cierto sentido, se ven obligados a trazar con precisión nuestro fragmentado paisaje geopolítico y cultural y a reconocer sus múltiples historias y geografías, además de la nueva constelación de fuerzas.
Esto significaría, en primer lugar, reconocer que el elemento que tenían en común las diversas luchas de los condenados de la tierra —y que ha sobrevivido a los fracasos poscoloniales de muchos Estados-nación— era la convicción de que el orden mundial no podía seguir apoyándose en el privilegio racial. Hoy, las historias y las visiones del mundo determinadas e incluso agresivas de los países de Asia, África y América Latina están poniendo completamente en tela de juicio las tesis tradicionales de Occidente. Se suponía que la historia había terminado con el triunfo del liberalismo y el capitalismo occidental. Sin embargo, en la actualidad, los miembros de una clase intelectual que está fuera de Occidente —un arquitecto en Yakarta, un médico en Kuala Lumpur, un abogado en Mumbai, un sociólogo en Estambul, un economista en Doha, un profesor en Lahore o un estudiante en Ciudad del Cabo— quieren articular sus propias experiencias, explorar sus propias historias y tradiciones.
Veo con impotencia a parte de la prensa alentando una guerra basada en la mentira y, además, contribuyendo a racializarla
Ven que los líderes, los políticos y los periodistas responsables de las calamitosas guerras de Occidente no han rendido cuentas todavía. También ven el gran contraste entre la generosa hospitalidad occidental para con los refugiados ucranianos y los muros y vallas que los países europeos y Estados Unidos construyen para mantener alejadas a las personas de piel oscura víctimas de sus propias guerras.
Recuerdan que Occidente no solo negó a los países más pobres la tecnología para fabricar sus propias vacunas durante una larga y devastadora pandemia, sino que acaparó vacunas que ya estaban caducadas. Este “apartheid de las vacunas” costó millones de vidas en Asia, África y Latinoamérica y volvió a confirmar, a juicio de muchos, que lo que quiere siempre Occidente es proteger sus intereses bajo el disfraz de una retórica universalista de democracia y derechos humanos.
Esta nueva conciencia se observa con gran claridad en el furioso rechazo del mundo no occidental a la violencia cometida por Israel y Occidente en Oriente Próximo. El antagonismo aparentemente irreconciliable entre israelíes y palestinos se perfila sobre una de las líneas divisorias más traicioneras de la historia moderna: la “línea del color”, calificada por W. E. B. Du Bois como el problema esencial de la política internacional: “La cuestión de hasta qué punto las diferencias raciales se convertirán a partir de ahora en la base para negar a más de la mitad del mundo el derecho a compartir en la medida de sus posibilidades las oportunidades y los privilegios de la civilización moderna”. La indignación se dispara entre las mayorías cuando una potencia subrogada de Occidente en Oriente Próximo demuestra con qué facilidad se pueden seguir capturando, quebrando y destruyendo los cuerpos negros y morenos al margen de todas las normas y leyes de la guerra.
Mucho antes de que estallara la guerra y de que las informaciones sobre ella se convirtieran en mentiras descaradas, las personas de ascendencia no occidental ya estaban exigiendo urgentemente la descolonización de los sistemas occidentales de conocimiento y un cambio en la imagen que tienen de sí mismos los antiguos imperios que impusieron la supremacía blanca. Eso quiere decir una transformación de las culturas públicas, desde la sustitución de topónimos, estatuas y fondos de museos hasta la modificación y corrección de los planes de estudios académicos, el periodismo y la retórica política.
Como es lógico, este cambio de imagen es inaceptable para muchos occidentales, cuya reacción es obstinarse en ideas fracasadas y tesis destrozadas y apresurarse a reforzar las estructuras de desigualdad que siempre los ha beneficiado. El nacionalismo blanco en la política actual ha empezado a tener una siniestra contrapartida en el ámbito cultural que trata de acabar con la diversidad intelectual, aunque de boquilla defienda el pluralismo demográfico.
Hemos visto actuar a este poder despótico en el intento de muchos miembros de la clase política, empresarial y mediática occidental de suprimir las investigaciones académicas y artísticas sobre el racismo y el imperialismo. Lo vemos ahora en la represión de las discrepancias políticas. Tenía previsto dar una conferencia sobre Israel, Gaza y Occidente para la London Review of Books, pero los organizadores, del Barbican Centre de Londres, decidieron anularla para evitar problemas. Al llegar a Canadá he descubierto más casos de personas que intentan resistirse a la despolitización forzosa de la literatura y las artes y se encuentran con que les hacen el vacío.
En 2018, The New York Times llamó a Wanda Nanibush “una de las voces más poderosas de la cultura indígena en el mundo del arte norteamericano”. El año pasado, de pronto, desapareció, después de varias publicaciones sobre Palestina en Instagram, un caso que evoca siniestros recuerdos de cómo se borraba de las fotografías incluso a las personas más poderosas en las sociedades totalitarias. Naomi Klein escribe que “las extraordinarias redadas, detenciones e incautaciones de bienes de los 11 de Indigo [un grupo pacifista que organizó una protesta en Toronto y que fue acusado de vandalismo y antisemitismo] constituyen un ataque a la libertad de expresión política que no había visto nunca en Canadá”. ¿Es pura coincidencia que el diario canadiense The Globe and Mail suprimiera todas las referencias a Israel de este discurso cuando me propuso publicar un extracto?
La escritora sudafricana Kagiso Lesego Molope preguntó en la gala del Writers’ Trust celebrada en Toronto hace unos meses: “Se acerca el momento en el que el mundo empezará a pedir perdón por lo que está ocurriendo, y entonces nos preguntarán: ¿para qué usasteis vuestro poder?”. Es una pregunta que tenemos que hacernos todas las personas y todas las instituciones. Pero muchos han adoptado, en el mejor de los casos, la postura de los delegados demócratas en la Convención de Chicago, que se taparon los oídos para no oír los nombres de los niños palestinos muertos mientras salían del centro de convenciones.
Porque, en el peor de los casos, hay una serie de instituciones occidentales —desde universidades de la Ivy League hasta cadenas públicas de televisión— que han tomado medidas claramente antidemocráticas y han infringido sus propios principios de libertad de conciencia y expresión. Ayer, la Universidad de California publicó en su página web una lista del armamento militar que necesita para librar una guerra contra sus estudiantes: la lista incluye 3.000 cartuchos de munición de pimienta, 500 cartuchos de munición de impacto de 40 milímetros, 12 drones y nueve lanzagranadas.
A finales de febrero escribí que asistimos a una especie de desmoronamiento del mundo libre. Desde entonces, las pruebas se acumulan a una velocidad siniestra. Quizá no debería sorprendernos. La incompetencia intelectual y la bajeza moral del cuarto poder quedaron diagnosticadas desde el momento en que Kraus advirtió contra “el suicidio intelectual de la humanidad por medio de su prensa”. Con la vista puesta en el futuro, en nuestra época, Gandhi predijo que era probable que incluso “los Estados que hoy en teoría son democráticos (…)se vuelvan claramente totalitarios”, porque un régimen en el que “los más débiles van al paredón” y “unos cuantos propietarios capitalistas” prosperan “no puede sostenerse más que por medio de la violencia, velada o incluso descarada”. Vaclav Havel, elogiado en Occidente por haber sido un “disidente” anticomunista, en realidad afirmaba en su ensayo Política y conciencia (1984) que los sistemas totalitarios de la Unión Soviética y Europa del Este representaban el futuro del mundo occidental; advertía contra el poder que actúa “al margen de toda conciencia, un poder arraigado en una ficción ideológica omnipresente que puede racionalizar cualquier cosa sin necesidad de rozar jamás la verdad”.
Observamos indefensos cómo Israel actúa al margen de toda conciencia y racionaliza un genocidio emitido en directo
Estamos destinados a ser observadores indefensos mientras una potencia que actúa al margen de toda conciencia y se basa en ficciones ideológicas es capaz de racionalizar hasta un genocidio retransmitido en directo. Desde luego, después de Gaza tengo todavía menos confianza en que sea posible recuperarnos de la era de la posverdad. Mis contribuciones al periodismo literario e intelectual durante tres décadas resultan hoy insignificantes, desproporcionadas en comparación con el reconocimiento y las recompensas materiales que he recibido.
Pero no tengo más remedio que reconocer que necesitamos con urgencia ideas nuevas para reexaminar nuestro pasado y trazar el rumbo que nos lleve desde el presente hasta un futuro habitable. Estoy convencido de que esas ideas saldrán de una nueva generación de escritores, artistas y periodistas. También sé que, a medida que se agrave nuestra policrisis —guerras inevitables, desastres climáticos y terremotos políticos—, el ansia de contar co

Supercinexin

¡Articulazo! Joder, menudo pedazo de artículo #0 estoy flipando de que ésto se lea en El País.

A

#8 está empezando a cambiar la dirección del viento

Supercinexin

#12 No sé yo...

ikipol

A mí me sale un muro de pago

A

No es que occidente no se entere, sólo hay que ver la opinión y las manifestaciones de la población de los países occidentales en contra de los sionistas.

Lo que pasa es que los gobiernos occidentales están totalmente parasitados por el lobby israelí.

Nuestros políticos, nuestros líderes, son rehenes de Israel

Supercinexin

#6 El artículo va más contra los periodistas y políticos que aborregan, mienten y estafan a los occidentales desde hace décadas que contra los líderes occidentales, que no son más que el resultado de dicho aborregamiento.

A

#9 cierto, debería haber incluido a los medios de comunicación en la lista de rehenes

cocolisto

Escrito con el corazón y la razón, lo que ocurre poco en nuestros días.

T

Llamar a Israel un estado es mucho decir.
Israel es más bien una colonia al estilo de Sudáfrica en el XVII-XIX.
El aparheid Israelí es clavado al sudafricano, sólo que en este caso en vez de recursos para sus barcos y diamantes lo que EE.UU y la UE quiere es su posición geoestratégica.
De momento Sudáfrica que se ve reflefada en esta historia, es quién más se ha mojado en denunciarlo.
¿Cómo acabará?

meneantepromedio

Quizás no es no que no se entere, quizás es solo que le importa una mierda y tal.

sanemi

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