Los ataques frontales a la libertad de expresión, con la excusa de la defensa de sensibilidades de colectivos supuestamente oprimidos, nos conducen, irremediablemente, a la necesidad de defender la libertad de expresión a ultranza. Y es que, si la condena ciudadana o la argumentación intelectual se llevasen a cabo por cauces serenos, no haría falta que siguiésemos discutiendo sobre si tenemos derecho a ser malas personas, irreverentes o polémicos.
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