Esperanza Aguirre resiste encerrada en su humilde palacete de Malasaña, atrincherada con unos cuantos víveres que le sobraron de la Nochebuena, armada de langostinos y polvorones, un chaleco antibalas a base de turrón duro y mazapanes de repetición. Igual que aquel día en que la persiguieron Gran Vía arriba y abajo sólo por ejercer su derecho a joder el tráfico aparcando en el carril-bus. Ahora sufre la mala suerte de que su coche, el de su hijo, el de su mayordomo y el de la criada, todos tienen número par.
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