En aquel momento tenía menos de diez años. No sabía lo que era una conmoción cerebral, una lesión axonal difusa y la importancia de mantener en condiciones óptimas el espacio subaracnoideo. En cambio, sí sabía lo que era un Mikasa. Aquel día me lo imprimieron en la cara. Una piedra disfrazada de balón que se convertía en depredador cuando se activaba a patadas en un campo de fútbol. Cuantas más patadas y más imprecisas, mejor.
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No sería la primera vez que entre nosotros, el que iba de portero se ponía sus calcetines como guantes