Uno no lee para ufanarse de lo que ha aprendido o sentido a través de los libros, sino para compartir tales experiencias en la tertulia, las citas y los cafés (o simplemente para interiorizarlas). Ofender a alguien porque no lee lo que uno considera “digno de ser leído” no solo es una flagrante necedad, sino una torpe manera de coartar la libertad, de ponerle linderos a la lectura.
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