En 1893 Isaac Albéniz ya había dejado de parrandear y sentado por fin cabeza. Instalado en París, gozaba de la simpatía de los parisinos y era amigo de Dukas y Fauré. Entonces dejó de tocar el piano en público. Al final de su vida había compuesto un manojo de piezas interesantes y un centenar de agradables y bellas "piezas de salón", la mayor parte hoy olvidadas. Pero en los últimos cuatro años de su vida se dedicó a trabajar en una serie de piezas para piano de alta complejidad y significación que le aseguraron la inmortalidad: la Suite Iberia
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