EN LAS semanas previas a la invasión de Irak en 2003, el hotel Al Rashid de Bagdad era un hervidero de periodistas, espías y funcionarios del régimen mezclados con traductores y conductores que venían a ofrecernos sus servicios. Desplazarse por las instalaciones del hotel requería tiempo: sus grandes salones de lámparas gigantes, sus interminables pasillos, sus 18 pisos, las tiendas de souvenirs cerradas porque la guerra se acercaba, el bar con un siempre sonriente Osama al mando y los amplios jardines hacían de aquel lugar un escenario casi...
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