Si en los medios nacionalsocialistas de los primeros años veinte alguien hubiera recabado la opinión sobre Heinrich Himmler, la casi unánime respuesta habría sido “es un buen muchacho”, y poco más. Porque, con sus eternos quevedos, “el fiel Heinrich”, como le llamaría Hitler, era visto por casi todos como alguien eficiente y cumplidor, pero sin destacar ni intelectual ni físicamente. Algo así como el perfecto subalterno, que atendía sin pausa las órdenes de sus jefes esbozando una leve sonrisa.
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