En sintonía con Epiménides —cretense que dijo sinceramente que todos los cretenses mienten cuando hablan— Leopoldo acostumbraba a dejarte claro, cada vez que salía del psiquiátrico, que no estaba loco. Si lo decía en serio, sus cuatro décadas de confinamiento entre Mondragón y Las Palmas suponían un gravísimo error colectivo. Si hablaba en broma, su sentido del humor estaba a la altura de su visión de sí mismo como ángel defenestrado, lo que hablaba doblemente de su lucidez.
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