Cuentan que cuando los romanos llegaron a las tierras del Miño se convencieron de que aquel era un río mágico: allí creían haber encontrado el final de la Tierra, un enorme acantilado que les mandaría al vacío. En parte porque los paisajes que formaban la combinación del monte, el río y el litoral eran una especie de paraíso que no parecía de este mundo.
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