Hace unos días hacía cola en el Mercadona mientras escuchaba la conversación a semigritos que la cajera de mi cola tenía con la de al lado. De pronto, una frase de Isa (mi cajera) cayó en la arena, como una lágrima que nunca podrá borrarse:
"-Una ministra cajera diciéndonos lo que podemos o no podemos hacer".
No me lo podía creer. Pero aún me sorprendieron más las caras de aquiescencia de los clientes que me rodeaban, porque la conversación podía escucharse, nítida, en 10 metros a la redonda.
"Una ministra cajera". Como el negro de VOX. Como el Tío Tom, el de la cabaña.
Tal vez, y ese sea mi problema, no deba buscar ejemplos tan simbólicos o literarios y deba fijarme más en lo que me rodea, en mi realidad más inmediata. Vivimos rodeados de empleados precarizados que defienden a capa y espada a empresarios y jefes, que reniegan de su clase y condición, que creen que odiando lo que ellos mismos son, son un poco menos lo que son. Que piensan que admirando lo que nunca serán, podrán serlo algún día.
Mientras la chica tuteaba con brusquedad al hombre chino que me precedía, le daba las vueltas con cara de fastidio y pasaba a llamarme de usted a mi (¿"Va a querer bolsa?"), no podía evitar pensar en lo horrorosos que serían los sueños de Isa y quién sería el hijo de puta que le enseñó que las cajeras nunca podrán ser ministras.