Los políticos norteamericanos están enamorados de las fechas de caducidad. Todo tiene que acabar un día, ya sean guerras, paces, gobiernos, invasiones, retiradas, ocupaciones y cualquier aventura en la que se impliquen el presidente, sus administraciones, sus diplomáticos y sus soldados. Ha pasado en tantas ocasiones a lo largo de la reciente historia de esta nación y pasará muchas veces más en el futuro porque los deadlines son algo tan norteamericano como los refrescos de cola, los vaqueros o los casinos de Las Vegas.
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