Aunque ya se habían llevado a cabo con posterioridad, el potente establecimiento de las jerarquías eclesiásticas en los mandos del poder propició que, durante la Edad Media en Europa, la mayoría de los juicios que se realizaron para comprobar la culpabilidad o inocencia de un acusado fuesen hechos en nombre de Dios, siendo éste el que debía decidir si el condenado era declarado finalmente inocente o culpable.
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