Hubo un tiempo no demasiado lejano en el que la Torre Eiffel estaba teñida de un rojo cobrizo, intenso como el óxido, y en que los pueblitos medievales de la muy católica Francia interior permanecían en un inalterado estado vetusto, sus calzadas pedregosas, sus pastores en derredor, sus labradores despertándose al alba.
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