Se sentó en el césped y respiró con alivio. A las 15:20 de la tarde del 18 de octubre de 1968 el aire era fresco y liviano —especialmente liviano— sobre el Estadio Olímpico de México. Al otro lado del foso calentaban los diecisiete finalistas de la competición de salto de longitud. El británico Lynn Davies, campeón olímpico en Tokio 64, sonría a los demás participantes y soltaba los brazos y las piernas en gestos bruscos, como queriendo despojarse de un golpe de la tensión previa a la final.
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