Empezó como una leve molestia. Como una etiqueta inoportuna en una prenda de ropa o una piedrecita juguetona que se te cuela en el zapato. Algo en un principio nimio que acaba por centrar toda tu atención: el número pi es irracional. También el número e. Incluso la razón áurea. ¡La razón áurea, por dios! Irracional. ¿Qué clase de razón puede ser esa?
Al principio era una mera displicencia estética pero terminó convirtiéndose en un pérfido desasosiego. Primero insomnio, temblores, sudor frío, falta de apetito, cambios bruscos de humor. Después entumecimiento, cefaleas, migrañas y siempre la perversa irracionalidad decimal como desencadenante de tales síntomas.
Decidí consultar mi problema con un profesional. Le expuse ese malestar ante los números irracionales. Y con los decimales periódicos, también. El hombre hizo lo que pudo. “Así que le dan pánico los decimales”. Yo puntualicé que sólo me sucedía con los irracionales. Y con los periódicos. Si uno hace una división y le salen tres decimales no pasa nada. Aunque más ya empieza a ser molesto. Aún así es aceptable. Sonrió ante mi derroche de tolerancia, enarbolando su máxima “al final todo es la mente”, con la certeza de que estaba ante un caso de trastorno obsesivo compulsivo de manual, TOC para los amigos. Toc-toc, ¿quién es? ¡El toc! Pase, pase, como si estuviera en su casa. Vale, ya sigo.
Muchos conocerán el denominado síndrome de Staendhal, esa sensación de desbordamiento ante lo sublime, ese maravillarse colmado hasta el punto de nublar los sentidos. Bien, a mí me sucede justo lo opuesto. Y no me parece justo, “síndrome” suena mucho mejor que “trastorno”. Menos si es de inmunodeficiencia, claro. La cuestión, para no desviarnos del tema, es que al ver que con las sesiones no avanzábamos en absoluto un día planteó la alternativa de la medicación, tal vez harto de ver mis muecas ante los desvaríos que salían de su calculadora. “¿Y qué le parece esta cifra?”, decía. Entendí que no podía ayudarme, de hecho lo sabía antes de poner un pie en su consulta: el problema era de aquellos números y no mío.
Días después, tomando unas cervezas con un colega biólogo, surgió la cuestión y comentándola concluyó así: “Al final es todo química”. Bioquímica, de ahí las pastillas, claro. Aún así seguía sin estar convencido. Tengo presente el comentario que escuché a un físico, bastante acertado en mi opinión: “Lo siento por los químicos y los biólogos pero al final todo es física aplicada”. De hecho comparto esa apreciación sobre química y biología y se la aplico también a la física desde mi punto de vista, como matemático. Ni que decir tiene que eso sólo pone las cosas peor.
Que al final todo sea matemática, irracional. Porque vamos a ver. ¿Acaso hay alguien en su sano juicio que pueda soportar que 1 no sea divisible entre 3? Cero coma 3, 3, 3, 3, 3, 3… Según algunos está resuelto, se pone un pequeño paréntesis horizontal (¿qué hace un paréntesis en horizontal? Eso también me molesta) y de tan burda forma se le da remiendo a un asunto crucial. Es una zafiedad enervante. Una burda simplonería. Pero lo contrario es aún peor, lo contrario es otro 3. Otra solución que se sabe que no soluciona nada sino que es más bien la causa del problema.
Esa realidad, en toda la dolorosa extensión de su crueldad, no es nada comparado con ver un 7 detrás del último 6 cuando uno divide 2 entre 3 . Eso es pena de muerte. ¡Es mentira!
La única verdad es que 6 y 3 nunca van a sumar diez. Es imposible hasta como milagro. Pero es que también es imposible una secuencia infinita. No hay reconciliación posible ni cura para mi enfermedad.
Y la culpa es del 3. A la mayoría de la gente le gusta el 3, es un número simpático, dicen. A mí también me gusta. Pero lo odio. Está en todas partes, se mete en todo. Pero con sutileza, a traición, para que a la mayoría de los mortales les pase desapercibido y sólo los familiarizados son su veneno y malas artes lo reconozcamos ipso facto en sus diabluras, como unas posaderas que se muestran a la luz del día ante todos pero sólo atormentan la cordura de unos pocos desafortunados. Como dios haciéndote un calvo. Implícito. Y alguno aún dirá, si 6 y 3 jamás van a sumar diez, al menos ahí no está el 3. Pobres diablos. No saben que diez es en realidad el triple más el tercio, de propina. ¿Cómo que el triple, de qué y el tercio de qué? ¿Es que nadie me ha escuchado? Del puto 3.
Se puede objetar que no hay ningún 3 en el uno, y es cierto. Ahora bien, como a alguien se le ocurra ponerle un 3 dividiendo tendrá una orgía de treses sin fin para los restos. Y tampoco lo hay en el dos, ¿cierto? Hasta que alguien lo divida entre 3 y tendra una infinita ristra de seises, que no es un 3 sino dos. Tal vez el cuatro escape de su ponzoñosa influencia. Así es a primera vista, hasta que uno repara en que es seis lo que le separa de la decena. Divida, dívidalo entre 3 y verá que sigue el mismo camino que el resto. ¿Tal vez el cinco esté libre de esta plaga? Quizás quede algún rincón en el universo libre de treses, ¿podría ser ese lugar el cinco?
Veamos: cinco, diez, (este voy a hacer como que no lo he visto) QUINCE, veinte, veinticinco, TREINTA. ¡Tres veces el triple y el tercio y está lleno de cincos! Para ser exactos, seis. El cinco también es cómplice, traiciona el doble que cada dos por tres. Suficiente, a la tercera va la vencida, no puedo más. ¿Y el siete? No es más que lo que le falta a 3 para diez, o peor aún, 3 es lo que le falta para diez a siete. Por no hablar de dividir. ¿Tal vez el ocho quede libre de mácula? Tal vez para un ciego. Y ahora lo digo literalmente, no sé como se escribe ocho en braile pero cualquiera que no esté ciego, ¡puede ver que eso son dos treses!
Lo que expongo es evidentemente grave pero alguien podría objetar que se puede vivir sin dividir entre 3. Ay, si el problema fuera sólo dividir. Multiplique entonces, multiplique. Cualquier cifra que se acerque a un 3 como factor quedará encinta de su malsana influencia y dará como resultado otra, cuyos dígitos sumados entre sí devuelvan otro múltiplo de 3. ¿Quiere ver a qué me refiero? Repasemos la tabla del 3. 3 por cuatro, doce. Que es un uno y un dos ¡que suman 3! 3 por cinco quince, ¿y qué es el seis? ¡Exacto, el doble de 3! 3 por seis dieciocho, estupendo, ni uno, ni dos sino tres treses, 3 por siete veintiuno, y así… Eternamente. A perpetuidad. Sin escapatoria.
¿Comprenden ahora mi desasosiego? Imagínese el moco más pegajoso que exista. Eso es el 3. Por más que se esfuerce lo tendrá Vd para siempre en la mano y con su torpeza no va a conseguir más que cambiarlo de dedo.
Busqué la salvación en el pensamiento místico. Uno podría pensar que, más allá de la matemática, al final todo es cuestión de fe. ¡Pero ni dios podría deshacerse de un 3! Y así se ha quedado, uno y trino, por los siglos de los siglos. Qué remedio. Pero lo que me supera es que me digan que mi problema es a causa del estrés. Es 3. Por supuesto.
Cada vez que miro el reloj el tres está ahí, esperándome agazapado, si no son tres cuartos, tres cuartos faltan y si son y media, son 30 minutos. Doble peor si son en punto. Tengo la inquietante sensación que cuando dios dijo aquello de “hágase la luz” el 3 proyectó su sombra. Ya estaba allí, oculto entre las tinieblas, listo para propagar su infecciosa influencia.
Mi salud está empeorando hasta el extremo de incapacitarme para mi trabajo. He empezado a oír voces, cada vez que he de multiplicar un 3 por un cero escucho como en un murmullo “ya veremos, ya veremos”. Por un tiempo encontré consuelo en los números primos. Al menos sé que ahí la ponzoñosa malicia del 3 queda circunscrita a su estampa. Ni siquiera sus dígitos forman un 3 ni ninguno de sus múltiplos. Hasta que reparé en que, como es natural, tampoco suman nunca 0. Fue entonces cuando supe que todo está perdido. Comprendí que lo que sentía era vértigo y que había estado contemplando el vacío. Un ancho vacío. Un vacío profundo. Un vacío alto. Sería más soportable si fuera sólo un vacío, en lugar de 3.